La tribuna

Antonio Porras Nadales

Divinas palabras

DEFINITIVAMENTE la primavera ha llegado a la política española. Ha llegado con su bagaje de renovadas promesas, idealizados deseos y voluntades de enmienda; ha rebrotado desde sus raíces profundas dibujando ese eterno proceso que impulsa un nuevo ciclo vital.

Y su llegada se ha estrenado con la palabra mágica: la palabra consenso. Esa voz idílica que nos retrotrae a los orígenes utópicos del momento creativo, la época de la Transición, cuando los conflictos políticos tenían como telón de fondo ese escenario de consenso que nos situaba a los españoles ante la sensación evidente de que habíamos entrado definitivamente en la era de la civilización. De que habíamos dejado atrás dictaduras, tensiones, represiones y guerras civiles. Aromas de aquella Arcadia original, de la que apenas nos quedan ya algunos idealizados recuerdos casi borrados de nuestra memoria, como de la memoria en blanco de su gran artífice, Adolfo Suárez, consumido por el alzheimer.

Con la primavera vuelven por fin aquellas mágicas, divinas palabras. Y con el nuevo Gobierno parece que vienen los pactos, el diálogo, los acuerdos. ¿Son palabras que vuelven para quedarse o más bien una floración efímera, destinada a olvidarse con los primeros embates del rifirrafe cotidiano? La única incógnita parece ser, por ahora, la de quién lanza la primera piedra, quién asesta la primera puñalada. Agazapados a la espera del primer golpe, aturdidos en plena guerra de facciones, ante la fragilidad de esta primavera apenas conservamos ya una capacidad colectiva para soñar. Para soñar algo tan concreto e inmediato como el consenso a la alemana: la cuadratura del círculo, un bipartidismo convertido por la magia del consenso en clave de gobernabilidad.

Pero una vez perdida nuestra capacidad para soñar sólo nos queda limitarnos a percibir esa sutil floración de la primavera, el delicado aroma de la mágica palabra: consenso. Tras poner nuestra decisión colectiva en las urnas en un intento de apostar por la gobernabilidad, movidos por los imperativos mediáticos que orientan nuestro comportamiento electoral, nos hemos sumergido inexorablemente en el bipartidismo. Y en este bipartidismo acentuado la mágica categoría del consenso no pasa de ser una sutil melodía primaveral, apenas un momento pasajero. Luego vendrán los ajustes de cuentas, el reparto del botín, los cargos para los vencedores y la humillación para los vencidos: la inexorable lógica del bipartidismo.

Cuando celebramos ya el treinta aniversario de la Constitución de 1978, la hija de aquel lejano consenso, parece que nos resistimos a comprender con claridad la inexorable y dura lógica del bipartidismo. Nuestros deformados recuerdos del espíritu fundacional nacido de la Transición nos impiden entender que ahora las cosas son al estilo Westminster; es decir, siguiendo el simple y duro sistema donde unos gobiernan y otros ejercitan la oposición y la crítica. El problema es que seguramente hay que tener en los genes colectivos esa profunda dosis de exquisita educación y cultura política que tienen los británicos para lograr que la dinámica bipartidista no degenere en una bronca pugna entre facciones, en un nuevo y sordo guerravicilismo de trincheras enfrentadas. Y donde, en consecuencia, aquellas mágicas, divinas palabras, aparecen ahora reconvertidas en cantos de sirena, pura retórica mediática, recursos estratégicos de imagen para hacer que unos sean percibidos como los buenos y otros como los malos: toda una regresión de los partidos políticos a su originaria condición de facciones enfrentadas.

Tampoco sabemos si es que el espíritu mismo de nuestra Constitución, hija del consenso, resulta ser parcialmente incompatible con un sistema bipartidista acentuado. ¿Qué hacer ahora con las instituciones independientes, como el Tribunal Constitucional, el Consejo General del Poder Judicial o el Defensor del Pueblo, todas esas piezas que nuestros constituyentes diseñaron pensando en clave de consenso?

Primero procedimos a sustituir las exigencias de consenso por el tramposo sistema de las cuotas partidistas; luego utilizamos los pactos o los acuerdos como si fueran un auténtico objetivo estratégico del Gobierno, sin entender que los acuerdos son un medio, pero no un fin en sí mismo. Y así las mágicas, divinas palabras, se han convertido en soporte cotidiano de la retórica política destinadas a incidir en la división maniquea entre buenos y malos, cortinas de humo frente a los enemigos.

La floración de la primavera sólo sirve para anunciar el tórrido verano de la sequía, donde las viejas y divinas palabras se agostarán, como el latín, con el simple paso del tiempo.

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