EN los próximos días miles de padres se enfrentan, nos enfrentamos, a una de esas decisiones a priori tan importantes que te paralizan de miedo, te angustian, te roban el sueño: la elección del colegio de tus hijos. Ya no se trata de si le das leche materna o biberones, de cómo lo vistes o de si le permites atiborrarse de gusanitos y otras chucherías de vez en cuando. Por primera vez hay una elección ineludible, un cruce de caminos en el que la dirección que escojas determinará de una u otra forma, puede que de manera decisiva, el futuro de quien más quieres en este mundo. Es un momento aterrador, y por tanto miles de padres y madres andan, andamos, de los nervios estos días. Como en cualquier decisión difícil, hay múltiples factores que se conjuran para complicarla. Aunque por lo general prima la cercanía a casa (una sabia elección, según los pedagogos), a veces no resulta tan sencillo. Durante los meses anteriores todos hemos recopilado muchos informes orales de amigos, vecinos, conocidos e incluso enemigos, sobre los centros educativos cercanos, lejanos y a media distancia. Y puede que el que te pilla al lado no tenga precisamente las mejores referencias. Luego está otro de los dilemas serios: educación pública, concertada o privada. Una cosa es lo que se piense y se opine y otra es jugar a la política con tus hijos. Habrá quien piense que a tenor de lo que está ocurriendo en Valencia y en otras comunidades no parece que corran los mejores tiempos para nuestras otrora excelentes escuelas públicas. Para quien puede permitirse el lujo, o se aprieta el cinturón para hacerlo, los diecinueve colegios extranjeros bilingües conforman una oferta cara pero tentadora. El niño hablará inglés, francés o alemán, o incluso los tres idiomas, como un nativo. Una tremenda ventaja competitiva para un mercado laboral global. De los concertados religiosos, en cambio, se espera una educación a la altura de su tradición de exigencia, aunque a muchos pueda parecernos un sacrilegio que los niños empiecen a dar clases de religión a los tres años, antes que de matemáticas o física, y nos imaginemos a Galileo retorciéndose en su tumba.

No hay padre y madre dignos de ese nombre que no quieran que sus hijos disfruten de más oportunidades, que sean mejores personas y mejores profesionales que ellos, que los superen en cualquier aspecto de la vida. Pero ninguno debe, debemos, olvidar, especialmente estos días, que la educación realmente importante de los seres que más apreciamos se da en casa. Y ningún colegio, sea el más caro de Marbella o el público más humilde, es tan determinante en la forja de una persona como el cariño y el apoyo de su familia.

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