CADA día nuestra sociedad aparece más crispada. Las limitaciones y fragilidades que la crisis ha dejado al descubierto, las nuevas injusticias que han aflorado, las frustraciones que la realidad nos impone, suscitan cada vez más el gesto airado, la protesta descarnada o la reivindicación radical. Esta sociedad es más dual económicamente y como consecuencia también se está polarizando ideológicamente. La realidad nos impone esta actitud y no es necesario que los representantes públicos desde la impostura abunden en esta situación. Todo lo contrario.

Alguien, o algunos, deberían preocuparse por encontrar espacios comunes, proyectos compartidos y esperanzas aceptadas con las que se identifique la mayoría de la sociedad. No se trata de ocultar las legítimas diferencias de una sociedad plural y democrática, sino de buscar el punto de equilibrio que nos permita valorar las renuncias como aportaciones positivas y la aceptación de propuestas como la construcción de un consenso necesario. No parece que esta sea la situación ni tan siquiera la preocupación de nuestra clase dirigente.

Hemos hecho de la discrepancia la única seña de identidad de la política nacional, regional o provincial y del enfrentamiento el discurso fácil y llamativo que nos permite demostrar que existimos. Cuando más necesario sería la delimitación de una tarea común y compartida, nadie parece estar dispuesto a prescindir de cualquier piedra que se encuentre por el camino que pueda arrojarla al contrario. Desde una sentencia del Tribunal de Estrasburgo a una deuda sobre el IBI, todo vale para agrandar el surco y manifestar airadas protestas buscando culpables. La sobreactuación se ha convertido en la medida de todas las cosas y no hay actuación política que no se valore por el ruido mediático que produzca. Y bajo esta filosofía, justificado queda el lamentable espectáculo de los alcaldes insultando a la presidenta de la Junta o las acusaciones de traición que desde cualificados atriles se han lanzado contra el adversario político. Estamos en la imparable carrera de tener que demostrar nuestra firmeza ideológica en función del grosor de nuestros ataques al adversario político, sin saber muy bien a dónde nos llevará esta estrategia ni cuáles serán los frutos que a los ciudadanos le reportará estas actuaciones. No se trata de una vuelta al "buenísmo" sino una reflexión sobre el acierto de esta deriva de permanente discrepancia que nos está llevando a despropósito por día y a espectáculo bochornoso por semana.

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