LA muerte del albañil cubano Orlando Zapata tras casi tres meses de huelga de hambre en la cárcel no conmovió lo suficiente a Zapatero como para referirse expresamente a ella durante su intervención en la Sala de los Derechos Humanos de la ONU, en Ginebra, en el congreso sobre la abolición de la pena capital. Edecanes de la Moncloa intentaron convencer a los periodistas de que su petición a todos los Estados de que respeten la vida de sus ciudadanos debía entenderse como una alusión al caso Zapata. Alusión críptica, ciertamente.

El presidente del Gobierno se arrepintió pronto de su tibieza y ayer, en Madrid, en otro discurso ante diputados de Exteriores de la Unión Europea, rectificó: además de "lamentar profundamente" lo sucedido, que es lo mínimo que se espera de cualquier ser humano decente, exigió la puesta en libertad de los presos políticos y el respeto a los derechos humanos en la isla caribeña. Como es habitual, el régimen castrista culpó de la muerte al Gobierno de Estados Unidos, cómo no, y aseguró que en Cuba no hay torturas ni ejecuciones (sin cobertura judicial, aclaró) y que no va a tolerar que ningún país se inmiscuya en los asuntos internos de los cubanos.

¿Debemos inmiscuirnos diga lo que diga Raúl Castro? Si es en defensa de derechos humanos elementales vilipendiados por una dictadura atroz que niega a sus ciudadanos el pan y la libertad, por supuesto que sí, por un deber que podríamos llamar de injerencia humanitaria. Más aún cuando hablamos de un país más que amigo, con estrechos vínculos materiales y sentimentales con tantos españoles, donde la voz de España sigue pesando.

Personalmente siempre he creído que ante estos regímenes en descomposición los boicots y rupturas de relaciones son contraproducentes. Perjudican en la práctica a los ciudadanos que sufren la represión, aumentan el numantinismo de los dictadores y dificultan la actuación de los heroicos resistentes. Me parece más productiva la política de mantenimiento de las relaciones, acercamiento al país real y cobertura a la disidencia. Con una condición: la firmeza en lo esencial. Cuando se produce un hecho liberticida como el fallecimiento de Zapata, su velatorio obligadamente clandestino y las detenciones que se están desatando en torno al mismo, no cabe otra cosa que encabezar la denuncia y afirmar con rotundidad la condena del mundo a la infamia puntual de esta muerte y a la infamia permanente de la supresión de las libertades.

Es lo que debió hacer, y no hizo, Zapatero en Ginebra, y sí hizo ayer en Madrid. Ahora, a seguir relacionándose con el gobierno cubano y presionándole en pos del objetivo último insoslayable.

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