Fracaso

Hay que aceptar que el nacionalismo ha ganado, es verdad que con mentiras, la batalla de la propaganda

Aunque por muy distintos motivos, la degradación de la situación política en Cataluña y el cada vez más probable escenario de una ruptura tienen a buena parte de los españoles, incluidos los catalanes, profundamente asqueados. Fue el anterior presidente autonómico, un hombre nefasto entre cuyas escasas cualidades no se cuenta el ingenio, quien propuso la metáfora de las desavenencias conyugales para expresar un distanciamiento que, a su juicio, sólo podía resolverse con el divorcio, opción hasta hace poco impensable que ha ido ganando peso conforme se acumulaban los agravios reales o inventados. Desde el principio la estrategia del frente liderado por su sucesor se ha orientado a este fin y escenificarlo era, más que atender al resultado de las urnas trucadas, el objetivo de la jornada del domingo. Las imágenes de las fuerzas del orden constitucional aporreando a los demócratas lo han logrado con creces.

Puede uno pensar, como es nuestro caso, que la non sancta alianza nacionalista, donde los agitadores asamblearios van de la mano de los plutócratas y los curas, nace de una mezcla de deslealtad, egoísmo insolidario y absoluto desprecio a quienes no suscriben el credo con el que machacan a los pobres niños, pero denunciar la falsedad de sus razones, ya se ha visto, no va a solucionar nada. El daño es casi irreparable y no hay más remedio que aceptar que el nacionalismo, después de décadas de hegemonía política, cultural y por supuesto económica, ha ganado, es verdad que con mentiras, la batalla de la propaganda. Basta haber seguido las frecuentes y masivas movilizaciones de los últimos años para apreciar que cuentan con un inmenso respaldo. En ello radica su fuerza y han sabido aprovecharla, aunque llevarían, si finalmente triunfaran, en el pecado la penitencia.

Tras el amago de referéndum todo se ha vuelto imprevisible, pero de momento, al menos, una cosa está clara: los partidarios de la independencia, aun siendo muy numerosos, no tienen la abrumadora mayoría que sería necesaria para imponer su voluntad no ya al resto de España, sino ni siquiera a la mitad de Cataluña que ha permanecido ajena, desde diferentes posiciones, a la deriva soberanista. Si la tuvieran, nada podría impedirlo a corto o medio plazo y cabe sospechar que bastantes españoles no catalanes, hartos de la cuestión, respirarían aliviados. Con los porcentajes actuales y si no media un difícil acuerdo que tendría que ser ratificado en una verdadera consulta, la fractura es irresoluble. Entre tanto el Estado, que no es sólo Madrid ni pertenece a ningún partido, no puede desentenderse de los ciudadanos de su territorio.

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