en tránsito

Eduardo Jordá

Frente a la catedral

HACE poco vi una foto de dos hombres que acababan de ser asesinados en una ciudad de México. Eran dos hombres ya mayores que habían sido abatidos a tiros, cualquiera sabe por qué, cerca de una iglesia. Cuando miré bien la foto, me di cuenta de que el lugar en el que estaban tendidos me resultaba muy familiar. Era la explanada que hay frente a la catedral de Oaxaca, en el centro de la ciudad.

Aquel lugar no se me había olvidado. Una vez, hace muchos años, estuve en aquella plaza, en una noche de fiesta, no sé si con motivo de la Virgen del Carmen. Y estuve bailando en aquella misma plaza, mientras una orquesta tocaba pasodobles y rancheras y unos niños lanzaban petardos. Pocas veces he visto tanta alegría como la que vi aquella noche. La gente bailaba y se reía, y los vendedores ambulantes gritaban, y al final hubo una función de fuegos artificiales que iluminó toda la ciudad. Aún recuerdo bien a la pareja que bailaba al lado: él era un señor que llevaba un sombrero vaquero y que daba vueltas muy rígido y muy solemne, y ella era una mujer pequeña, con el rostro muy tostado, que agarraba con fuerza la cadera del hombre y no se despegaba de él. No sé si la vida de aquella pareja había sido feliz o si había tenido más motivos para la desilusión que para la alegría. Pero aquella noche los dos parecían tan felices que daba la impresión de que se conformaban con la vida que habían tenido. A veces, un solo momento así basta para justificar toda una vida.

Y entonces pensé que si la foto de los dos muertos a tiros me había llamado la atención, era porque uno de ellos se parecía mucho al hombre que había estado bailando a mi lado. Por supuesto que no podían ser la misma persona, porque aquel hombre del sombrero vaquero tendría ahora casi ochenta años, y el muerto era mucho más joven y sólo debería de tener unos cincuenta. Pero el parecido me resultó inquietante, tan inquietante como el hecho de comprobar que un lugar que yo asociaba con la alegría y la felicidad se había convertido en el escenario de dos crímenes que quizá no habían sido resueltos ni iban a serlo nunca, dos crímenes más entre los miles y miles de crímenes que ocurren en México.

Cuando estuve en Oaxaca, hace 25 años, México era un país corrupto que tenía una inflación que crecía a un 100% anual. Había violencia política y mala administración, pero la gente tenía cierta esperanza en el futuro, y por primera vez en mucho tiempo los mexicanos no eran fatalistas acerca de su país. "Pronto seremos un país decente", le oí decir a un estudiante de medicina. Y quizá aquel hombre muerto a tiros frente a la catedral de Oaxaca también había pensado lo mismo, veinticinco años atrás, cuando era joven y miraba los fuegos artificiales y aún tenía fe en el futuro de su país.

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