COMO prácticamente cualquier adulto, ya he sufrido la desaparición de varios seres queridos por culpa del tabaco. Aunque en uno de los casos, el más cercano, incluso presencié el terrible momento del diagnóstico médico, la aparición de una gran mancha blanca en la radiografía torácica y el posterior aviso de desahucio: lo lamento señor, pero sus días están más contados que nunca. Como prácticamente cualquier adulto, he visto cómo el cuerpo de un familiar íntimo se convertía en campo de batalla entre el cáncer, la quimio y la radioterapia.

Huelga decir que odio el tabaco con todas mis fuerzas. Siempre me ha repugnado su olor, que nos convierta a mí y a los míos en ceniceros andantes sólo porque en la mesa de al lado se sienta un fumador. Me irrita sobremanera salir de uno de los escasos lugares en los que la pacata legislación española prohíbe fumar y tener que atravesar una cortina de humo, un corrillo de adictos ansiosos por encender otro cigarrillo. Ocurre en las salidas y entradas a los aeropuertos, centros comerciales, incluso en las puertas de hospitales y centros de salud. Hasta hay quien se atreve, impune, a fumar a escondidas en las ventanas del hospital Materno, cerca de la UCI de neonatología, lo que en otro país podría ser delito. Mi fobia por el tabaco me lleva a extremos absurdos: me costó tres años engancharme a la excelente Mad Men sólo porque sus protagonistas, unos ejecutivos de la Nueva York de finales de los 50 y principios de los 60, se pasan media serie fumando como carreteros. Nunca me apeteció besar a ninguna chica fumadora -y así me fueron las cosas durante años-, pero sí que tuve que tragarme el humo de mis compañeros y profesores de instituto, de Facultad, de trabajo, de movida. Este es un país difícil para los activistas del antitabaquismo, un lugar en el que hasta el presidente del Gobierno y el líder de la oposición no tienen reparo en fumar, cuando se supone que deberían dar ejemplo y no caer en vicios contrarios a la salud pública.

Así que, fumando pasivamente, espero una ley antitabaco que no sea tan laxa como la actual ni tan poco ambiciosa como la que se tramita en el Congreso. Una ley que obligue a las administraciones a cumplirla, a imponer multas, a dejar de mirar hacia otro lado. Prometo ser intolerante con su incumplimiento.

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