POR vez primera el Tribunal Constitucional ha entrado en el fondo de una cuestión que ya ha provocado decenas de sentencias de otras instancias judiciales, a veces contradictorias: la relación entre la jerarquía católica y los profesores de Religión, contratados por ella, pero pagados por el Estado.

Verán. Resurrección Galera llevaba siete años impartiendo doctrina católica en un colegio público de Almería, con el beneplácito del obispo, que le renovaba anualmente su contrato, se supone que porque daba bien las clases y cumplía con un trabajo que le apasionaba (estudió Teología para poder ejercerlo). Pero se enamoró de un alemán separado, ex funcionario del Bundestag, y se casaron por lo civil, mientras él tramitaba su anulación.

Ése fue su error, a tenor de las consecuencias. La Iglesia se revistió de su ropaje más inquisitorial y decretó que Resurrección vivía en pecado y que su decisión de contraer matrimonio civil afectaba "al ejemplo y testimonio personal de vida cristiana que le es exigible según la doctrina católica respecto al matrimonio". De modo que dejaron de contar con sus servicios. Legalmente irreprochable: el concordato de 1979 -vigente pese a su inconstitucionalidad- concede a los obispos españoles la plena facultad de organizar como estimen oportuno la enseñanza del catolicismo en los centros públicos, obligándose el Estado, sin embargo, a abonar los sueldos de los profesores libremente designados por la jerarquía católica.

Menos mal que el Tribunal Constitucional, aunque tarde, ha puesto las cosas en su sitio. Según el TC, los derechos fundamentales de las personas -aunque sean profesores de Religión- priman sobre la prerrogativa atribuida a la Iglesia por el concordato de designarlos o despedirlos por motivaciones religiosas. Vamos, que la profesora en cuestión tiene derecho a no ser discriminada por sus circunstancias personales, derecho a la libertad ideológica y a la intimidad personal y familiar. Y, por si fuera poco, que casarse con un divorciado no afecta a sus conocimientos de la asignatura ni a sus aptitudes para impartirla (bien valoradas por el obispo de Almería, como demuestran los sucesivos contratos que le ofreció hasta que dio el mal paso).

El caso de Galera, como el de tantos otros, revela una notable hipocresía en la autoridad eclesiástica. Hasta la llegada al Papado de Benedicto XVI la Iglesia católica ha estado ocultando y protegiendo a los sacerdotes pederastas. Muchos niños y adolescentes han perdido salvajemente su inocencia y visto sus vidas destrozadas. Creo que sus agresores merecían un castigo mayor que una católica de base cuyo pecado fue casarse con un divorciado.

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