FUE en 1984, o quizá en 1985, ya no lo recuerdo. Radio Futura iba a dar un concierto, y a última hora los organizadores pusieron de telonero a Eric Burdon. En aquella época, Eric Burdon vivía horas bajas. Tenía ya más de cuarenta años y no había conseguido relanzar su carrera. Casi nadie se acordaba de sus éxitos con The Animals ni de sus años en California, cuando compuso la maravillosa San Franciscan Nights. Además, acababan de detenerlo en Alemania por posesión de drogas y por conducir borracho. En sus conciertos cantaba mal, desafinaba, perdía el ritmo, interrumpía las canciones o se saltaba el orden acordado. Todo el mundo temía tocar con él.

La mañana del concierto, los componentes de Radio Futura dieron una rueda de prensa. No sé por qué, estuve allí. Al contrario que Eric Burdon, los Radio Futura vivían sus mejores momentos. Escuela de calor sonaba por todas partes. Los hermanos Auserón aparecieron, se sentaron y pidieron un bloody mary. Luego miraron a los periodistas con las gafas de sol puestas, como si les molestase la luz de la mañana. Tuve la sensación de estar ante dos personas que nunca habían cometido errores, o que al menos habían conseguido vivir como si nunca los hubieran cometido. Y entonces alguien le preguntó a Santiago Auserón qué pensaba de Eric Burdon, que iba a ser su telonero aquella noche. Y Auserón -lo recuerdo bien- se irguió en el asiento y respondió que aquello era una vergüenza. "Nosotros deberíamos ser los teloneros de Eric Burdon, y no al revés. Este hombre es el autor de San Franciscan Nights. ¿Os parece poco?"

Me pregunto si hoy sería posible una grandeza como la que demostró Santiago Auserón aquella mañana. Supongo que sí, sobre todo entre la gente anónima, pero hay que reconocer que esa magnanimidad ha desaparecido casi por completo de nuestra vida pública. Pensemos en artistas y en políticos, siempre enfangados en sus pequeñas mezquindades y siempre pendientes de sus egos ciclópeos. Para ser magnánimo hay que estar muy seguro de uno mismo, pero sin engañarse sobre lo que uno ha hecho. Hay que saber si uno se arriesgó o no, si uno fue demasiado precavido o demasiado temerario, o si nunca se cayó porque nunca se atrevió a volar alto. Un ser generoso -es decir, una persona grande de verdad- no puede engañarse ni engañar a los demás. Esa es la primera ley de la vida.

Pienso en Santiago Auserón y en Eric Burdon cada vez que veo a Zapatero y a Rajoy. ¿Por qué no pueden llegar a un acuerdo de gobierno? ¿Por qué parecen incapaces de dar la más mínima prueba de generosidad? ¿Por qué no reconocen que alguna vez se han equivocado? ¿Y por qué nunca admiten que el otro tal vez pueda tener razón? Son preguntas que me hago. Y que de momento se quedan sin respuesta.

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