UNA de las cosas que más me llama la atención del viejo cauce del Guadalmedina es su persistencia. Su empeño en seguir vivo y su empecinada vocación de río, de ser un río vivo. Basta con esperar unos días después de las riadas programadas a la que lo tenemos sometido y observar el cauce a su paso por la ciudad. En los canales de cemento aparecen las primeras plantas hidrófitas traídas de río arriba. Una señal de la oleada que ha viajado en las aguas para iniciar la colonización de un lugar que siempre ha sido suyo. Más lejos, donde el cemento no es todavía protagonista, empiezan a aparecer una enorme cantidad de plantas, otra vanguardia que se apodera del río convirtiendo la cicatriz de la ciudad en un suelo productivo: larvas, insectos, a veces ranas y siempre las aves vienen a añadirse a ese paisaje vegetal escaso y muchas veces sólo temporal, pero eso sí, una señal inequívoca de lo que el río es, y mucho más amplia de lo que el río podría llegar a ser, tan sólo con que le dejásemos serlo.

Los ríos son las arterias por las que circula la vida en el territorio. Mucho más en éste, el Mediterráneo, que es seco por definición y vocación. Incluso si los adocenamos, los alicatamos (perdón, "encauzamos"), los contaminamos o los enterramos, siguen conservando esa capacidad de dar vida, transportar los recursos, las especies y la información necesaria para construir ecosistemas allí donde el río llega y hacerlo de forma flexible y adaptada a las condiciones que encuentre en cada lugar. Cosa que hacen, por cierto, sin dividir ni dejar cicatrices, sino convirtiéndose en parte del paisaje: de hecho son uno de los agentes más dinámicos y transformadores de cuantos participan en la continua construcción de éste. Basta una somera comparación con otros "sistemas de comunicación y transporte" para entrever claramente las diferencias entre cicatriz y río. Estos sistemas naturales de comunicación y transporte son elementos que juegan un papel esencial en la conservación y dispersión de la biodiversidad, el seguro de salud elemental de la vida en este planeta. Los ríos son diversos no sólo por aquellas especies directamente relacionadas con ellos y a las que albergan, sino también por cuanto representan un elemento que comunica, conecta y permite interaccionar a elementos de la matriz natural muy dispares, desde su nacimiento y cuenca alta, hasta su desembocadura. El agua, que siempre cambia, la que nunca pasa dos veces, es la responsable de esta especie de cadena de movimiento y trasiego de información sin fin. No se me ocurre mejor maquinaria de restauración medioambiental. Y tampoco sería capaz de citar un mundo más necesitado de esas máquinas que éste que nos ha tocado vivir.

Esto es lo que veo cuando miro al Guadalmedina: potencia, la inimitable capacidad que estos elementos del paisaje tienen para dotarlo de vida y diversidad, para adaptarse y cambiar continuamente aprendiendo del medio, devolviendo información y recursos a este. No veo un cauce que rompe o divide la ciudad, sino un espacio de oportunidad que se pierde. Si el río es capaz por sí sólo de restaurar las dinámicas hidrológicas y biológicas que le son propias, ¿no sería posible apoyarnos en ellas para sacar del olvido ese inmenso patio trasero en que hemos convertido su paso por la ciudad? ¿No será esa capacidad también una herramienta para hacer ciudad? ¿Dónde está escrito que el paso de un río y su cauce natural por la ciudad es incompatible con el desarrollo? Entiendo que es más bien al contrario. Quizás para enseñar lo que hemos venido aprendiendo a lo largo de nuestros errores y aciertos como ciudad deberíamos plantearnos que la solución de enterrar el río para simularlo sobre una avenida asfaltada es una idea que pertenece a un tiempo en el que creíamos que la técnica lo podía todo, incluso encofrar la biosfera para crear un mundo de orografía homogénea y simple sobre el que poder vivir sin quebraderos de cabeza. Ya sabemos que no es así, de ahora en adelante dependemos de nuestra capacidad para establecer diálogos con el entorno, entender la complejidad de la vida, que bulle por todos lados y forma parte de los elementos imprescindibles sobre los que se asienta no sólo nuestra calidad de vida, sino también nuestra pervivencia. Seguramente haya quien piense que es imposible establecer un diálogo con el río, pero imaginen por un momento el cauce del Guadalmedina atravesando la ciudad no sobre una losa de cemento, sino en un sinuoso recorrido jalonado por un bosque de ribera, en su margen, las llanuras de inundación ocasional forman espacios libres que se integran y comunican sin barreras con los barrios adyacentes, por medio de veredas, carriles bici y senderos peatonales. Una ciudad más diversa, más viva, más dinámica, más comunicada, más dialogante con el río. Una ciudad que ha sabido de su río un referente, porque ese cauce siempre ha sido una parte más de la ciudad, un elemento para entender su nacimiento, configuración actual y de lo que hagamos con él, cuál es su apuesta de cara al futuro.

Quizás debiéramos empezar a usar las herramientas de la inacción como parte de la baraja de propuestas que tenemos la ocasión de usar. Desmaterializar barreras que hemos ido construyendo en torno a nuestras ciudades y el entorno en el que estas se asientan, lo que no deja de ser una forma de hacer ciudad, y no con el objetivo de ponerles la etiqueta de sostenibles, sino con la intención de hacerlas más lógicas, de convertirlas en espacios más vivos y mejor adaptados a su entorno. A veces no es tan importante construir infraestructuras o estructuras que se implantan como elementos extraños a su contexto, sino comprender los procesos que se dan en el territorio y hacer uso de la potencia que encierran los mismos para construir nuevas realidades, diálogos distintos entre la ciudad, su entorno y la gente, que necesita de ambos.

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