ES tan ciclópea la devastación que el tifón Haiyan ha causado en el archipiélago de Filipinas que me cuesta ser precisa para relatar una historia individual que trace semejante tragedia. Ahora, lo único diferente, algo que se escriba más allá de lo obvio -que se deba decir porque así se sienta ante estos castigos terrenales- es pensar que el tifón además de haber dejado sin vida a millones de personas, fallecidas o no, es que ha aniquilado todo un sistema. Ha borrado un país, su gobierno, sus jerarquías, su orden, su disciplina, su costumbre. No queda nada en pie. A nada se obedece ni nadie manda. Todo ha de ser construido. No digo reconstruido puesto que todo, absolutamente todo ha sido reducido a millones de montones de maderas que confunden hasta las sospechas.

Podemos imaginar, si es que alcanzamos a hacerlo, qué pudo suponer estar en esa tierra cuando el tifón tocó suelo. La velocidad del viento que superó los más de 380 kilómetros por hora arrancaba los postes de electricidad, los árboles, palmeras, las casas y edificios que conformaban una población, una ciudad. Es como si el AVE en fase de pruebas que ni siquiera podría igualar esa velocidad pasara por encima de todo ello convirtiéndolo en un puré de astillas. Bajo esos fragmentos de madera y colores que pintan la fisonomía nativa que en su día resultarían atractivos para los turistas, esos colores, digo, se vislumbran como goterones viejos y confusos sobre los escombros. Pocas cosas se distinguen por lo que fueron. Pero ahí había casas, más o menos humildes, hogares que tenían sus habitáculos para cenar, dormir, reunirse la familia, celebrar, guardar reposo durante una enfermedad, sentarse en alguna especie de salón con un sofá para enredarte los pies con sus hijos.

El tifón ha arrancado casas, oficinas, centros médicos, peluquerías, tiendas de comestibles, de ropa, de muebles. El departamento de correos, el puesto de la policía: todo ha sido borrado. Miles de filipinos, aquellos que han sobrevivido y que algunos han llegado a confesar que los muertos están mejor que ellos deambulan por algo que recuerdan a lo que fueron sus calles. Sin saber dónde ir porque no hay nada que sostenga un mínimo ritual cotidiano. Unos se pelean y matan por un trozo de alimento, otros, buscan entre los muertos sembrados por las calles a alguno de sus familiares mientras se tapan la nariz porque el hedor a descomposición es abominable.

Todo es un caos porque además, ha sido aniquilada la estructura de una sociedad. Los cimientos donde se sujeta. No hay gobierno ni quien establezca el orden porque el hambre muerde a dentelladas, y la caída hacia el abismo de la incertidumbre es mortal.

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