EL pasado diciembre, la ministra Báñez nos aportaba un dato preocupante: el 60% de la inspecciones realizadas en 2014 revelaban irregularidades en la realización de horas extra en nuestras empresas. La cifra se refería a un aspecto de la patología (la superación de dichas horas legalmente admitidas) que dicen se entiende vinculado a aquellas coyunturas en las que una economía empieza a salir de una situación de recesión o de crisis: los empresarios amplían de este modo sus posibilidades productivas a la espera de confirmar la reactivación para poder contratar definitivamente. Pero esto, que no deja de tener cierta lógica, lo que desde luego no autoriza es a incumplir las leyes. Ante las declaraciones de la ministra, fuentes sindicales opusieron argumentos de peso: lo exiguo del recuento, seguramente mucho más elevado si se aplicara una correcta política de inspección; lo ridículo de las sanciones, en absoluto disuasorias; la constatación, por último, de que en tales números no se incluía el mundo de las contrataciones a tiempo parcial, un auténtico paraíso de opacidad.

Hace unos días, de nuevo otra estadística ha incidido en la gravedad del fenómeno: según el INE, los asalariados en España realizan cada semana 2.967.100 horas extraordinarias que no son remuneradas por sus empresas. O, lo que es lo mismo, los empresarios se están ahorrando el pago de casi 75.000 empleos a tiempo completo que se cubren con estas horas a coste cero. De hecho, las horas extraordinarias no pagadas superan a las que sí lo son. Este segundo aspecto de la patología, todavía más dramático y condenable, se percibe en todos los sectores.

Es un gran error. Estas prácticas, además de suponer un claro retroceso en las condiciones de trabajo, acaban no siendo efectivas. El abuso de mano de obra olvida la ley de rendimientos decrecientes, impide la adecuada inversión en tecnología e innovación, malbarata esfuerzos y desemboca paradójicamente en una disminución de la propia productividad y en un aumento de la necesidad de reducir costes.

No es sólo una vergüenza, sino una soberana estupidez, un disparate que distorsiona nuestro horizonte económico. Algo -se asombrarían de lo extendido del engaño, incluso entre empresas de gran renombre- que debería vigilarse con especial celo y erradicarse cuanto antes. Por el bien de todos y hasta por el bien de cuantos -genios que se sienten- creen tan neciamente haber inventado la pólvora.

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