EN los últimos años he escrito varios artículos de divulgación y he concedido entrevistas en las que, como socio fundador de la Fundación Nueva Cultura del Agua, defendía muchos aspectos de la política del agua que había inaugurado el Gobierno de Rodríguez Zapatero. Lamentablemente, al repasar ahora la situación después de casi cuatro años de Gobierno socialista, mi valoración, por las razones que explico a continuación, es manifiestamente negativa.

Ahora bien, no sería objetivo decir que la situación es peor ahora que hace cuatro años. La puesta en marcha, aunque con retrasos notables, de las exigencias de la legislación de aguas de la Comisión Europea ha inducido algunos cambios positivos.

La amenaza de fuertes sanciones económicas en el caso de no cumplir estas exigencias ha facilitado que el Gobierno no se duerma y ha permitido el trabajo de algunos competentes expertos del Ministerio de Medio Ambiente. Una de las primeras acciones del Gobierno socialista fue cancelar el trasvase del Ebro que era la joya de la corona del Plan Hidrológico Nacional aprobado por el Gobierno del PP en 2001.

Las razones fundamentales de esa cancelación eran de tipo ecológico -principalmente, la protección del delta del Ebro- y económicas, pues sostenía que los cálculos no respondían a la realidad ni estaban de acuerdo con la legislación europea de que el coste de las obras hidráulicas debe ser plenamente repercutido a sus beneficiarios. La solución del Gobierno consistía, esencialmente, en sustituir esa infraestructura, con un presupuesto del orden de cuatro mil millones de euros, por la construcción de unas veinte grandes desaladoras de agua de mar.

La situación actual es que el Gobierno ha aprobado y casi terminado de construir las obras de unos importantes regadíos en Lérida, cuyo impacto sobre el delta del Ebro nadie duda que será mayor que el del cancelado transvase, y además han sido casi totalmente financiadas con fondos estatales; es decir, con dinero de todos los contribuyentes españoles.

En lo que se refiere a las desaladoras, el plan va con considerable retraso, pero lo más importante es que los agricultores se niegan a pagar el precio que le pide el Gobierno, aunque este precio, en contra de la legislación europea, va a estar altamente subvencionado.

Pero quizá el tema en el que la actuación del Gobierno es más desastrosa está en su política sobre las aguas subterráneas. Puede asegurarse que en estos casi cuatro años no ha hecho nada por mejorar la caótica situación que se da en la gestión de las aguas subterráneas, desde que el Gobierno socialista las declaró de dominio público en la Ley de Aguas de 1985, hace ya más de veinte años. Quizá el único aspecto del que se vanagloria el Gobierno es que, al parecer, va a aprobar el denominado Plan Especial del Alto Guadiana.

Este plan afecta sólo a la cuenca alta de dicho río, que ocupa menos del 4 por ciento de la superficie de España, y tiene un presupuesto de más de cinco mil millones de euros; es decir, bastante mayor que el presupuesto del cancelado transvase del Ebro que iba a aportar agua a toda la costa mediterránea desde Barcelona hasta Almería. Un exponente claro de la "hidroesquizofrenia" de esta política de aguas es que en el extenso informe sobre el agua y la economía elaborado este año por el Gobierno no se hace distinción entre el papel que juegan las aguas superficiales y las subterráneas, a pesar de que el valor económico del regadío con aguas subterráneas es superior al del regadío con aguas superficiales.

Por "hidroesquizofrenia" se designa en la jerga internacional la actitud de aquellos que olvidan o desprecian las aguas subterráneas. El fracaso de la política del Gobierno en aguas subterráneas es famoso internacionalmente. Concretamente, en septiembre de este año una comisión oficial de la India sugería a su gobierno que, teniendo en cuenta el fracaso de la política española de aguas subterráneas, no adoptase la solución de declarar dominio público las aguas subterráneas del Estado.

Otro aspecto significativo del fracaso de la política hidrológica de este Gobierno es el notable fiasco que se ha inducido con la concesión a Cataluña de unos derechos sobre el Ebro que posiblemente no sean constitucionales. Pero lo más importante es que esa aprobación ha sido el catalizador de las apetencias hídricas de casi todas las comunidades autónomas, independientemente de qué partido las gobierne.

Al grito de "el agua es mía" casi todas ellas (Valencia, Andalucía, Extremadura, Castilla-La Mancha y otras) reivindican en sus respectivos estatutos la propiedad de "sus aguas" o impugnan los estatutos de otras Autonomías, aunque estén también gobernadas por el Partido Socialista. Da la impresión de que la ministra Narbona es casi una figura decorativa y que ante Zapatero influyen mucho más los presidentes de Andalucía, Aragón o Castilla-La Mancha.

En resumen, a pesar de que en el Ministerio de Medio Ambiente y en las universidades españolas hay excelentes expertos en la gestión de recursos hídricos, la política socialista del agua de estos casi cuatro años no sólo es incoherente e hipócrita, sino que nos está dejando bastante mal en la arena internacional.

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