El crecimiento, la adolescencia, la juventud de mi generación nunca se planteó problemas de individualidad. Éramos como éramos: guapos, sanos, religiosos, héroes y así, también, nuestros próceres, nuestro pasado. Nacimos y crecimos bajo la enseñanza nacional-católica, con ejemplos lejanos y míticos: el Cid, don Pelayo, San Agustín hasta el XIX. Estudiamos malamente una historia de España hasta la Generación del 98. Santos y conquistadores eran nuestros referentes; hasta el punto que ganar la Selección Española de Fútbol un amistoso contra Portugal y la influencia de la épica retransmisión acorde con la cruzada de liberación nos llevaba al convencimiento de que éramos una raza especial: valientes, generosos, iluminados e invencibles. El uso de la razón nos llevó a buscarla. En esa búsqueda, y a través de los viajes, la lectura, la experiencia vivida y la vida misma, hemos aprendido, conocido, constatado la verdad de todos los entornos: el nacional, el político, el artístico y, sobre todo, el moral. El total es desequilibrante, nos sentimos solos y desalmados. Nos consuela el amor y el arte.

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