AYER, por casualidad, vi un Isetta en el garaje de un conocido. Supongo que ya nadie se acuerda de los Isettas, que eran unos coches muy pequeños de los años 50. Aquí, por su forma, los llamábamos "el huevo con ruedas". Hace muchos años, en Nueva York, vi un Isetta con la carrocería tapizada como si fuera un felpudo. Se ve que algún friqui todavía lo usaba para desplazarse por Nueva York. Pero desde entonces no me había vuelto a cruzar con un Isetta. El que vi era de color rojo y pertenecía a un coleccionista de coches. Por lo que me contó, se pagaban hasta 10.000 euros por un Isetta en buen estado.

La vida es muy rara. Cuando yo era niño, en Mallorca, había un Isetta rojo aparcado en una esquina muy cerca de mi casa. Era de una farmacéutica que tenía la farmacia allí, en la curva de una calle que daba a una dársena llena de barcas. En nuestro barrio hablábamos mucho de aquella mujer, porque era farmacéutica y porque conducía aquel Isetta. En los años 60 no era frecuente que una mujer tuviera una farmacia, ni mucho menos que condujera su propio coche.

No he olvidado la sonrisa de aquella mujer. De un viaje a no sé dónde se había traído unos tubos colgantes que había colocado sobre la puerta. Al entrar en la farmacia, el viento marino movía los tubos y se oía un tañido muy delicado, tlin-tlin-tlan. Un segundo después, la farmacéutica salía de la trastienda y se colocaba tras el mostrador. Cuando sonreía, yo me fijaba en sus ojos, que estaban siempre un poco rojos, como su Isetta. En aquellos ojos, no sé por qué, había algo que me hacía pensar en el tañido de los tubos metálicos, algo que sonaba como el viento entre las hojas de los árboles.

A veces, cuando uno de mis muchos hermanos se ponía enfermo, me mandaban corriendo a la farmacia, y la farmacéutica me daba los jarabes para la tos, los antipiréticos y los tarros azules de Vicks Vaporub ("el bálsamo", lo llamaba ella, y todavía asocio la palabra "bálsamo" con el sonido oriental de los tubos metálicos y con su sonrisa y con sus ojos siempre un poco tristes).

Un día fuimos con mi madre a la farmacia. No se veía el Isetta aparcado en la calle. En la puerta había un letrero: "Cerrado". Mi madre se extrañó. Luego dijo:

-Ah, sí, claro. Debe de ser el día de la misa. ¿Qué misa? -pregunté. La de la niña. La señora Noguera tenía una hija. Murió hace tiempo. Cada año le dicen una misa por su aniversario- contestó mi madre.

Tantos y tantos años después, un Isetta guardado en un garaje me ha devuelto el recuerdo de aquella mujer, así que vuelvo a abrir la puerta de esa farmacia que ya no existe, y oigo el tintineo de los tubos, tlin-tlin-tlan, y veo de nuevo la sonrisa tras el mostrador. Y ahora que sé lo que había detrás de aquella sonrisa, me atrevo a darle las gracias.

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