El manual de la corrección política aconseja no discutir las decisiones judiciales y acatarlas con respeto y resignación, como si se tratara de algún accidente inevitable, de un terremoto o una inundación. Pero lo cierto es que estas actuaciones no pueden considerarse hechos que responden a un automatismo absoluto o la culminación de una operación aritmética de solución única.

Es evidente que la resolución adoptada por la juez Lamela por la que encarcela de forma provisional a la mayor parte del cesado gobierno catalán tiene unos efectos sociales y políticos graves, y por tanto no puede ser tratada como un mero trámite procesal excluido de cualquier crítica. Después de la acertada decisión de convocar elecciones en Cataluña y de la sorprendente e inexplicada huida de Puigdemont parecía que la situación catalana caminaba hacia una cierta normalización, el frente independentista comenzaba a mostrar su desconcierto y, por una vez, el gobierno español parecía tomar la iniciativa. Pues bien, esa situación ha cambiado de forma sorprendente con los encarcelamientos decretados y amenaza con embarrar la campaña electoral y opacar los debates políticos.

Sorprende que ante hechos prácticamente idénticos y de forma simultánea, el Tribunal Supremo haya optado por aplazar la decisión para evitar la indefensión de los inculpados y la juez de la Audiencia Nacional no considere ese tipo de alegaciones. No se entiende cómo el ministerio fiscal actúe de manera diferente en uno y otro caso. Igualmente desconcierta que después de haber oído a numerosos jueces, catedráticos y legisladores manifestar sus fundamentadas dudas sobre la existencia del delito de rebelión por la aparente falta de violencia, dudas de las que incluso se ha hecho eco el Tribunal Supremo, éstas no hayan atemperado la drástica decisión adoptada por la jueza Lamela. No se trata de poner en duda la independencia de la juez ni por supuesto cuestionar su formación jurídica, sino simplemente mostrar la confusión que produce que en una cuestión tan trascendente, rodeada de tantas incertidumbres y en la que evidentemente cabrían otras soluciones más matizadas, se haya optado por la más extrema.

La conclusión ante estos hechos no puede ser más descorazonadora. Con el mismo ejercicio de independencia judicial, con el mismo afán de ejercer la justicia y con la aplicación de las misma leyes el resultado final podía haber sido distinto y su repercusión en la sociedad catalana bastante menos perjudicial.

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