La colmena

Magdalena Trillo

mtrillo@grupojoly.com

Justicieros

Decimos a los políticos que han de saber cuándo dejar el sillón; también deberíamos aprender todos cuándo abandonar la calle

No me interesa saber por qué el ser humano es capaz de hacer el mal, lo que quiero saber es por qué hace el bien". Terry Gould arranca con esta cita de Vaclav Havel una de las obras más descarnadas que se han escrito sobre el "peligroso oficio de informar": Matar a un periodista. No son héroes los protagonistas; es gente corriente. No son periodistas en grandes conflictos atravesados por una bala perdida; son trabajadores normales que se juegan la vida a diario hasta el límite. Por llegar a la verdad, por destapar la corrupción, por contar lo que alguien no quiere que se cuente.

Pensaba llamarlos "justicieros", reivindicando su sentido más noble, pero nos hemos vuelto todos tan justicieros que hemos adulterado la palabra y ya no sé si es positivo o negativo. En la práctica, las fronteras entre el bien y el mal se difuminan y se entrelazan.

No sé, por ejemplo, qué "justizia" reclamamos cuando colgamos de un puente cinco muñecos embutidos en un traje de plástico de color blanco y ponemos las fotografías de los cinco jóvenes acusados por violación en el controvertido juicio de la manada. Denunciar las injusticias, incluidas las de quienes profesionalmente se dedican a ello, debería ser un sano ejercicio democrático reflejo de nuestra madurez como sociedad. Sumergirnos en nuestras cápsulas de verdades absolutas, querer imponer nuestras premisas a golpe de pancartas y tuits, saltarnos algo tan básico como la presunción de inocencia sin reconocer siquiera que nuestra libertad termina cuando empieza la de los demás, habla de una sociedad decadente y desorientada. Peligrosamente enferma.

No se puede hacer justicia en la calle. La presión social fue el alma del 15-M, de todos los movimientos de la Primavera Árabe, y tuvo su sentido. Lo tiene aún hoy cuando pervive en la incansable lucha de ciudadanos anónimos que arropan a familias vulnerables al borde del desahucio. Y debemos defenderlo, sin excusas, ante quienes insisten en gobernar desde sus despachos y sus coches oficiales sin escuchar a la calle.

Pero el bien y el mal están demasiado cerca. El caso de Juana Rivas, la madre que denunció malos tratos y pelea por sus hijos, sobrepasa ya el blanco y negro de la justicia popular. Spiriman, el médico que protagonizó el mayor levantamiento ciudadano que se recuerda en Granada, se desautoriza a diario cuando confunde la "dignidad" de la causa con una inaudita campaña de ataques e insultos que no esconden más que su prepotencia y su narcisismo. Decimos a los políticos que han de saber cuándo dejar el sillón; también deberíamos aprender como sociedad cuándo abandonar la calle.

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