En tránsito

Eduardo Jordá

Lecciones griegas

ESTUVE en Grecia hace tanto tiempo que uno podía ir al templo de Apolo, en el cabo Sounion, y encontrarse que allí no había un alma. Estuve un rato vagabundeando por allí, empapado de sol y de mar, intentando ver la lejana isla de Hydra, donde Leonard Cohen tenía una casa. Grecia me gustó tanto que nunca he querido volver. Era como la costa mediterránea de España en los años cincuenta, o quizá antes, sólo que poblada por gente ruda y áspera que te abrazaba con unos golpes tan fuertes que era capaz de aplastarte allí mismo. Creo que no he visto nunca nada tan bello ni tan agreste, sin apenas turistas, sin coches, sin anuncios por ninguna parte.

Recuerdo los cafés llenos de moscas y de campesinos bigotudos que compartían una botella de ouzo, el aguardiente más fuerte que he probado nunca. Y las montañas que se despeñaban en el mar. Y las barcas de los pescadores pintadas de índigo o de coral. Y las hornacinas llenas de flores en las curvas donde se había matado alguien. Y recuerdo a las mujeres enlutadas, como en la Andalucía de Lorca, que caminaban por la cuneta para cambiar el ramo de flores en la hornacina, y luego rezaban con la cabeza gacha, sin importarles los coches que podían atropellarlas en cualquier momento. ¡Ah, la bella, la brutal, la fanfarrona e incorregible Grecia!

¿Cómo es posible que un país así esté al borde de la quiebra? Hay muchas razones. Ante todo, los vicios de su clase política, que lleva décadas saqueando las arcas públicas, colocando a sus partidarios en cargos públicos que no sirven para nada y falseando las cuentas para que nadie sepa qué cantidad de dinero real se ha evaporado. Y luego hay que contar con unos sindicatos casi mafiosos, y unos funcionarios que cobran sobornos por cualquier servicio, y unos huelguistas que prefieren destruir la empresa -pública- para la que trabajan antes que ceder en sus pretensiones. Así es Grecia. Y por supuesto, todo esto ocurre en medio de la indiferencia o incluso la complacencia general. Los griegos no dicen nunca en público lo que todo el mundo sabe en privado. Es un código de honor.

Es evidente que Grecia no es España, y nuestras cuentas públicas son solventes -al menos por ahora-, pero hay signos inquietantes de que nos vamos pareciendo cada vez más a los griegos. La incapacidad de aceptar los errores propios o los méritos del adversario, la parálisis de una Administración controlada por políticos profesionales, el sectarismo suicida de los medios de comunicación, el deterioro casi imparable del sistema educativo, la ofuscación general: todo eso nos va haciendo cada día más griegos. Y ni siquiera tenemos un templo de Apolo, en Sounion, para recordarnos que alguna vez fuimos capaces de crear una civilización.

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