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Rafael Padilla

Legalizar las drogas

LA propuesta, que por supuesto no es original, ha encontrado reciente valedor en el ex presidente Felipe González. Para él, ante la ausencia de avances apreciables en la solución del problema y el fortalecimiento del crimen organizado, es ya imprescindible replantearse los mecanismos de lucha contra el tráfico y el consumo de estupefacientes. Para ello, demanda una conferencia internacional que discuta la legalización de las drogas y la acuerde, dado que "ningún país puede unilateralmente decidir eso sin un coste extraordinariamente grave para sus dirigentes".

Su planteamiento reabre un debate que, lejos de ser simple, presenta múltiples aspectos francamente dudosos. La alusión recurrente al ejemplo histórico de la ley seca estadounidense quizá sea inexacta. Así, al menos, lo afirma Brendan Hughes, analista legal del Observatorio Europeo de las Drogas y las Toxicomanías (OEDT): "Los efectos de una legalización no se saben. Todo lo que se dice es teórico, porque no hay casos". Y lo poco que hay, añado, no es demasiado alentador. Experiencias como la suiza, la holandesa o la sueca no han significado una normalización aceptable, ni han evitado las consecuencias más siniestras del fenómeno.

Cabe, claro, cerrar los ojos a toda preocupación ética -e incluso sanitaria- y propugnar un mero cambio en la gestión del negocio: obviados esos inconvenientes, podría el Estado ostentar el monopolio de la producción, distribución y venta de drogas. Desaparecerían las mafias, se incrementaría el control, disminuirían los crímenes -y, por ende, la población reclusa- y, al cabo, se inauguraría una suculenta fuente de ingresos vía impuestos. Pero eso, si se fijan, no resuelve el núcleo del conflicto: nada garantiza que así se produciría el abandono paulatino de hábitos personal y socialmente destructivos. Muy al contrario, en esas condiciones es previsible un aumento de la demanda.

Hay, por otra parte, estadios en cualquier estrategia que se inicie. No es lo mismo actuar en el marco del consumo que en el del tráfico. Ni tampoco tiene igual incidencia la legalización que la descriminalización. Son elementos que habría que poner inteligentemente en juego en fases distintas.

Lo que sí parece inobjetable es que no podemos seguir como estamos. Urge un cambio de política de cuya profundidad y uniformidad han de ocuparse expertos internacionales. Sobra, desde luego, el rasgarse las vestiduras (es patético que el mismo Alonso que otrora defendiera la liberalización de la droga sea hoy precisamente el encargado de reconvenir a González). Y falta, en fin, la voluntad precisa para analizar y evaluar las medidas que propicien una modificación eficaz, moralmente lícita, respetuosa con la libertad y socialmente asumible, capaz de terminar con semejante infierno. Esto es en el fondo y a su modo, creo, lo que reclama Felipe. Y tiene, a mi juicio, toda la razón.

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