De reojo

José María Requena

Lenguas maternas

LA Unesco proclamó el 21 de febrero Día Internacional de la Lengua Materna con el objetivo de promover el multilingüismo y la diversidad cultural. Una iniciativa, se dijo, no sólo para incentivar la diversidad y educación multilingüe sino también para crear conciencia sobre las tradiciones lingüísticas y culturales del mundo e inspirar a la solidaridad basada en el entendimiento y el diálogo. Y no me resisto a glosar el evento y hacerme eco de la idea. Porque siempre me cautivó que el ojo humano fuera capaz de distinguir gamas de hasta siete millones de colores, -quizá el femenino más- aunque las lenguas sólo dispusieran de unos pocos nombres para todos ellos. Según J. A. Marina el francés tiene lexicados unos 126 colores, y el rumano sobre 260. En español he contado unos 400 en el María Moliner. En todos los casos sumando los nombres propios de colores a los que se vinculan con algo, como el ámbar, el níveo o el pajizo. Sin embargo, los Dabu de Nueva Guinea sólo tienen dos voces para aludir a los siete millones de colores. Pero al margen del léxico disponible, está el operativo. Un adulto culto del primer mundo, puede entender unas 60.000 palabras, aunque sólo use unas 20.000, mientras que a un nativo del Kalahari le basta con un vocabulario de 800 vocablos, que mezcla entre un vasto repertorio gestual, por lo que suele pasar apuros en noches sin luna. Pero no crean que la riqueza semántica lo es todo. Según el Génesis, Dios creó el mundo con sólo tres palabras, "sea la luz". Y la luz surgió del verbo. Comprenderán que desde tales parámetros, afirme que la lengua de la que disponga el intelecto de un sujeto para poder circular, para lograr expresarse y hasta para ser, adquiere una dimensión apabullante. Cuanta razón le otorgo al que dijera que la historia de la humanidad está cifrada entre sus lenguas. O que la lengua materna nos lega la clave cultural de nuestro linaje. Porque es así. Dicho lo cual confío que también se entienda el holocausto que supone para los que admiramos el maravilloso don de lenguas, que nos permite pensar, identificar el mundo y comunicarnos con los otros, la bastarda tentación de reciclarlas como munición de enfrentamiento o código de exclusividad. Atribuyendo al idioma la impostura de un privilegio territorial, en vez de honrarlo como un derecho inalienable del humano. Y es que el reto de conciliar una lengua común, que respete y aún conviva con las lenguas maternas, por un lado repudia toda iniciativa de imponer cualquier exclusividad por decreto. Y por otro, obliga a ofrecer una educación multilingüe, inspirada en la solidaridad, el diálogo y el entendimiento mutuo, como bien dice la Unesco.

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