Nicolás Maduro ha culminado esta semana su asalto a la legalidad democrática de una Venezuela que hace veinte meses eligió un parlamento que dejó en minoría al chavismo. Lo ha hecho por la fuerza, claro: impidió el referéndum constitucional revocatorio de sus poderes y montó unas elecciones amañadas, con circunscripciones electorales diseñadas a su medida y, como no era suficiente, las marcó con un fraude en toda regla, sumando un millón de votos inexistentes para alcanzar un 41% de participantes, que tampoco suponen siquiera una mayoría del censo.

A continuación ha mandado a la guardia nacional a proteger el acceso a la cámara de una pretendida Asamblea Nacional Constituyente que, en realidad, va a ser Destituyente (de la legítima asamblea surgida de las últimas elecciones libres). Como buen sátrapa, ya le ha fijado a los constituyentes su primera tarea: acabar con la inmunidad parlamentaria de los diputados destituidos para que puedan ser juzgados por la violencia callejera y condenados hasta a treinta años de cárcel. ¿Qué democracia es esa en la que el jefe del Ejecutivo ordena lo que debe hacer el Legislativo llamado a controlarle? ¿Se concibe una Asamblea Nacional cuya presidenta pregunta a los electos si juran "defendernos de las agresiones imperialistas y de la derecha traidora"?

Está de moda debatir si Venezuela es una dictadura o una democracia. Conserva las formas democráticas (hay partidos políticos, sindicatos, derechos de manifestación y reunión, los cargos son elegidos)... por ahora. Pero en estos veinte meses desde su derrota nunca aceptada, Maduro ha vaciado el régimen de toda la sustancia de la democracia como la entendemos aquí (si acaso, será democracia popular, socialista, orgánica o cualquier otro adjetivo que de los que aplica el totalitarismo para disimular su condición). Existen presos políticos, el gobierno ha depurado el poder judicial -ahora va a por la propia Fiscal del Estado, que ya no es suficientemente chavista-, los matones amedrentan a los disidentes, los medios de comunicación más masivos han sido domesticados, aumenta el número de exiliados y ha habido 120 muertos por la violencia política. Todos los signos de una marcha deliberada y tenaz de la democracia a la dictadura. Falta el golpe final, que no parece estar lejano.

Y todo esto como reedición de aquellas viejísimas utopías colectivistas que prometen el paraíso futuro a modo de justificación lenitiva del sufrimiento presente. El sueño de unos pocos que se impone al pueblo en nombre de una verdad superior y acaba siendo la pesadilla para la mayoría. Lo está siendo ya. Venezuela es el país con más inflación del mundo y el segundo en muertes por violencia, su moneda se devalúa a diario y las colas para comprar lo poco que llega a los supermercados son más largas que las de los votantes a la Asamblea Destituyente.

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