De manera recurrente, suele parecernos que todo va a peor. En realidad, lo que sucede es que a determinada edad nos fijamos más en las espinas que en las rosas. Se ha avanzado, por ejemplo, en que muchas personas ya no interpretan el matrimonio como una cárcel. Antes parecía imposible romper el santísimo sacramento de la unión entre un hombre y una mujer. Ahora, no solo se ha logrado permitir la alianza de hombres y mujeres entre ellos, también vemos que la gente ha dejado de conformarse, y si hay que divorciarse o separarse a los 60, no se renuncia; es más, las posibilidades de ocio para nuestros mayores (sin ánimo de faltar) son tremendas, no hay necesidad de estar por estar. Que se acaba el amor, no la libertad, y hay que significarlo como una evolución.

Paralela, y de alguna manera inversamente, uno también va viendo demasiadas espinas en los matrimonios jóvenes. Concretamente, que la paciencia se agota demasiado pronto. Hasta tal punto que empiezo a pensar que la puntería del ser humano al elegir a su compañero/a es bastante preocupante. Los tiempos han cambiado súbitamente. Antes, a grandes rasgos (sigo sin ánimo de faltar), el cabeza de familia trabajaba y la ama de casa educaba a los niños. Ahora, por suerte, aunque aún menos de lo que sería deseable, la mujer se ha incorporado al mercado laboral y son los abuelos los que cuidan a unos nietos convalidados como hijos. Y hemos pasado de resignarnos a estar con la media naranja a deshacernos de ella mucho antes de lo previsto porque de pronto percibimos que había poco zumo en su interior. Y los hijos pasan de estar en medio de una guerra fría a convertirse en las armas de una batalla a veces cruenta, otras por ver quién le hace más regalos. Y he aquí la paradoja: ahora que los abuelos son más atrevidos a dar el paso de la separación y se abren más a la felicidad, les toca cargar con sus hijos y los hijos de sus hijos; y en lugar de tragarse la infelicidad propia, les toca cargar con la heredada.

Y no es que ahora las rosas traigan más espinas de lo habitual, es que nos metemos en unos jardines tremendos. Por eso, mientras en algunos de esos hogares multigeneracionales las familias deben hacer el milagro de los panes y los peces para poder sobrevivir a fin de mes, en otros la convivencia pasa por dejar que los niños desfoguen con los ordenadores o consolas mientras sus padres, que son los hijos de sus abuelos, se dan cabezazos pensando que han perdido su juventud. O sea, el milagro de los Peter Panes y los PC's.

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