La tribuna

José Perez Palmis

Navidad, Navidad

NAVIDAD, Navidad ¡Oh, dulce Navidad! Fiel al calendario, a sus idas y venidas, aquí la tenemos de nuevo con su anuncio de que todos los hombres somos hermanos a pesar de los guantazos diarios. Viendo las cosas cómo están, el poeta alemán Schiller, con buen sentido común, retrasa con optimismo la confraternidad y prefiere darle futuro "todos los hombres llegaremos a ser hermanos" en su Oda a la Alegría, dejándole abiertas las puertas a la inmensa coral de la Novena sinfonía beethoviana la misión de meternos con música la letra y el espíritu de la Oda, del abrazo común, aunque sea un poquito fatigoso. El asunto está difícil, pero no perdido. Es más, saldrá victorioso. La naturaleza progresa a base de equivocaciones, de ensayo y error como dicen los científicos y como ha dictaminado la confraternidad universal, la veremos antes o después por mucha rebelión de los genes y neuronas a obedecerla. Simplemente, viendo a la mujer de las castañas calientes y saliendo de la nube de humo de su fogón, nos sentimos solidarios con quienes han hecho la misma travesía. Otra prueba del mundo feliz anunciado: Los días navideños pintan al vecino de los ruidos y la música a toda pastilla de manera diferente. En el ascensor le abrimos la puerta y no escurrimos al bajarnos con él y preguntarle, sin mala intención, si piensa pasar las fiestas en su casa o tiene en mente el ausentarse. A menudo queremos felicitarnos los del barrio en la calle o en las porterías y este sencillo saludo de cordialidad y buenos sentimientos tropieza con la pila de bolsas y paquetes de unos y otros que nos impide el vernos siquiera las caras y, menos aún, el estrecharnos la mano. Parecemos equilibristas de circo con las columnas de los regalos, y por oportunidad más que por sentirnos hermanos suyos le damos las gracias más tiernas al prójimo compasivo de nuestros sudores en los segundos de impedirle la caída al suelo a la bolsa de las bebidas aunque sin muchas ganas, la verdad, le sigamos después la broma de bebérnoslas todos juntos, porque una cosa es la Navidad y otra, la de sufrir invasiones vecinales tostoneras. Sin escatimarles cortesía, son días de calor humano, a los más antiguos del lugar les oímos contar de los caminos nevados de sus años mozos, de los mulos para llegar a sus pueblos. Sus palabras parecen sacadas de fábulas, los paisajes y los caminitos con la nieve blanda son caros de ver en nuestros días y desde hace años alimentamos a las ampulosas autovías con el tráfico más denso jamás soñado por los inventores de los coches y, encima, por duplicado: a la ida y a la vuelta. Las personas de buen ánimo defienden el sistema, porque, de movernos con camellos (mulos no quedan), su detritus superaría al CO2, las posadas a las gasolineras y la previsión de accidentes por exceso de velocidad y los patadones de los zancudos animales aconseja seguir como estamos. Pero son fiestas con salsa, los espíritus se rejuvenecen y aguantan impávidos las retenciones kilométricas ante las promesas hogareñas, los mantecados de la abuela o el café con leche de mi bar de toda la vida. Sale uno del bullicio diario aun a costa de embalar y desembalar mil objetos y de sufrir incomodidades porque, en el fondo, la espoleta navideña todavía funciona: a la mirada las imágenes les resultan diferentes, para ella los viajeros de los cayucos y pateras, por ejemplo, trayéndonos niños Jesús y pastores, son figuras vivas de belenes, de belenes de todos los tiempos, de los de la paz a los hombres de buena voluntad. Viéndolos desembarcar de sus milagrosas embarcaciones rememoramos aquellos coros de jóvenes americanos preguntándose y preguntándonos ¿de qué color es la piel de Dios?" Ante la visión de los desarrapados, ¿quién le niega a la zambomba y pandereta la hermandad de los hombres?

Siempre hablamos de las cuatro estaciones del año, nunca de la quinta. La de la memoria, la del tiempo de Navidad, la época de los mejores recuerdos de la infancia, juventud o madurez; la de la euforia y la amistad. Es una estación de muchos sabores y alegrías, de invitaciones y brindis. Tiene un aroma diferente, su inhalación produce cosquilleo como este breve cuento sacado de la literatura alemana: Cuatro velas arden en un adorno navideño. La tranquilidad de la tarde, el silencio permite oírlas hablar: La primera susurra "me llamo Paz, mi luz alumbra, pero los hombres no me quieren" Y se apaga. La segunda añade: "Me llamo Fe, pero estoy de sobra. Los hombres no desean saber nada de Dios", y su luz se la lleva una corriente de aire. A continuación la tercera exclama: "Me llamo Amor, pero ya no tengo más fuerzas. Los hombres son egoístas y no ven a los demás", y con un último flamear, desaparece. En ese momento entra un niño en la sala, comienza a llorar y balbucea "¡Ea, vosotras! ¿Por qué no ardéis?" Entonces toma la palabra la cuarta y le anima "no tengas miedo, nene. En tanto yo arda podemos volver a encenderlas. Me llamo Esperanza" Nada más oírla, el pequeño la coge y con su llama enciende de nuevo a las otras tres. ¡Feliz Navidad! Seremos, o mejor somos hermanos.

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