Niño muerto y fondo de mar

El problema es por qué murió el niño. Por qué alguien desesperado se arriesgó a subirlo en una patera

Es cierto que la tragedia de la muerte originada por la inmigración ya no sorprende. En las tres últimas décadas, cientos de personas han muerto ahogadas en las costas andaluzas. Naufragios de pateras que sonaban como ruido de fondo. Estadísticas oficiales en las que se culpaba a Marruecos. Cuando surgían problemas de pesca, o de agricultura, se abrían los cerrojos. Cuando Bruselas y Madrid restablecían las negociaciones, se cerraban los candados. El servicio de vigilancia del Estrecho llegó para informatizar el caos, para ver pateras en monitor. Aquellas vigilias de oración que empezó a organizar el cura Gabriel Delgado con el obispo Antonio Ceballos. Los números de víctimas ya no escandalizaban. Vimos fotos de unos cadáveres en Zahara, junto a unos bañistas despreocupados.

Todo eso ha estado ahí, en nuestras costas, mientras lamentamos lo que ocurre en las aguas de Grecia con los sirios, o en las de Italia con los libios. Publicaron fotos de cadáveres que parecían sacos amontonados, una estética trágica, merecedora de premios y exposiciones. Seguía el esfuerzo de la Cruz Roja, de los voluntarios, de los defensores de los Derechos Humanos, ofreciendo ayuda, con el arsenal de la impotencia. El buen tiempo, o el mal tiempo, como factores influyentes. Las pateras más frágiles desafiaron las aguas bravas del Estrecho, como si fuera una frontera entre la muerte y la vida; o al revés.

Hasta que aparece el cadáver de un niño negro, de unos seis años de edad. Un cadáver que se queda en la playa de los Caños de Meca. Entonces el problema se transforma. Se convierte en una duda: por qué la Subdelegación del Gobierno pasó 48 horas de silencio, antes de que se conociera esa noticia, como si la quisieran ocultar. Cuando el problema principal es por qué murió ese niño. Por qué alguien desesperado se arriesgó a subirlo en una patera. Por qué nadie lo vio (o no lo quiso ver), ni lo disuadió. O por qué no les importó que un niño pueda ahogarse, si en tierra firme es posible que se muera de hambre.

Dicen las estadísticas que nuestras costas han batido los récords de turistas. Entonces sentimos la tentación de endosarles las culpas. El contraste entre los dos mundos. La opulencia de bañarse en la playa de la Barrosa y dormir en un hotel de cinco estrellas. O la miseria de dormir en una patera y que el cadáver de un niño llegue a la orilla de los Caños. Puede que la culpa no sea de ellos, sino de todos. Hasta el último sueño de un niño cae en el olvido.

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