La revista Litoral presentó esta semana un espléndido monográfico titulado Torremolinos, de pueblo a mito y dedicado al relumbrón social, turístico, arquitectónico, cultural y especialmente chafardero que disfrutó el enclave en su mayor apogeo, a lo largo de un recorrido cronológico que abarca desde los años 30 hasta finales de los 80. Durante no pocas décadas, ciertamente, Torremolinos ejerció su función de centro del mundo, o de cierto mundo, nutrido y diverso, que encontró en el lindo núcleo costero su patio de recreo idóneo para el desenfreno festivo con la vista gorda de las autoridades franquistas, que ya es decir. Reyes, princesitas, mariscales, figurones de Hollywood, escritores de postín, gogós decadentes, leyendas del rock y un Frank Sinatra cabreado desfilaron por los pasillos del Pez Espada y otros hoteles que, en pocos años, constituyeron la primera avanzadilla de la transformación radical del litoral español. Al mismo tiempo, con su estilo del relax (que, confieso, me da un pelín de repelús), sus suecas en biquini y sus rodajes, Torremolinos se afianzaba como un no lugar, un aeropuerto sin aviones que mantuvo su aroma cosmopolita hasta bien entrados los 80 a base de librerías inglesas y discotecas in. Semejante fenómeno generó su propia literatura (también Litoral tuvo aquí su particular renacimiento en 1968), su singular iconografía y su devoción mayúscula, suficiente para mantener bien activa la marca incluso bastantes años después de muerta. La nostalgia más chic por Torremolinos no sólo pervive, sino que transpira como un artículo de fe. Las evocaciones públicas de aquel presunto estallido de libertad, manifestadas a través de exposiciones, publicaciones y encuentros variopintos son cada vez más frecuentes y cada vez revisten más liturgia, más pompa, más amparo institucional, como si hablásemos de un patrimonio del que presumir, lo que por otra parte tal vez sí sea. Y bueno, todo esto está muy bien, desde luego en Torremolinos podemos encontrar todas las historias que queramos contar y algunas más. Pero tanta exultación de las pasadas glorias que optaron por el entonces distrito para bailar un mambo o rodar una película no deja de señalar, sospecho, el hueco triste y acartonado que nos corresponde ahora. Seguramente, vaya, así funciona la nostalgia.

Si a través de Torremolinos Málaga fue, como parece, el otro gran epicentro de la Movida además de Madrid hasta mediados de los 80, lo que corresponde decir hoy es que de poco nos ha servido (me temo que a Madrid tampoco le sirvió de mucho, pero ésa es otra cuestión). No ya sólo en lo relativo a Torremolinos, condenado al ostracismo tras décadas de la más triste y pobretona política municipal; también respecto a Málaga, que ha entregado cuanto pudiera quedar de cosmopolita en su ADN al consumo rápido de un turismo diseñado exclusivamente para hacer caja. Habrá quien considere que el Centro Pompidou es un hervidero de cosmopolitismo, pero ni siquiera el alcalde se ha referido a su museo en estos términos una sola vez (de la cuestión recaudatoria sí que ha dado buena cuenta cuando ha podido). Imagino que lo de ser la sala de fiestas de los señoritos mundiales de antaño no siempre fue divertido, pero si a pesar de todo acudimos a Torremolinos como motivo de inspiración, habría que empezar a quererse un poquito más. Y poner en marcha el milagro ahora.

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