Octubre

Nada ha hecho más daño a las ideas de quienes aspiran a una sociedad más justa que la transigencia con el despotismo

Eran los ochenta, aún no había caído el Muro y los amigos libertarios, tardíamente seducidos por el espejismo soviético, nos alistamos a las misiones pedagógicas organizadas por el último partido europeo -fundado apenas unos años antes- que siguió a la letra las consignas dictadas por la gerontocracia rusa. Éramos cuatro gatos y no llegamos a prestarnos, porque en el fondo no lo veíamos claro, a formar una célula propiamente dicha, pero accedíamos a ponernos la pegatina para pasearnos con aire de suficiencia entre las mesas electorales. No sin bochorno nos recordamos, los muchachos presuntuosos y sobrados de certezas, reprochándoles a los veteranos luchadores de credos afines -que probablemente tuvieran un historial de sacrificios y décadas de militancia- su tibieza y sumisión a las directrices del capitalismo decadente.

El debate que ocupa a los morados es tan antiguo como la articulación política de la izquierda, enzarzada desde sus orígenes en una interminable disputa interna que en todo tiempo y con distintos nombres opone a los radicales y a los posibilistas, a quienes pregonan la impugnación de las instituciones y a los que defienden su uso como herramienta transformadora. Sólo a aquellos les corresponde decidir su estrategia, pero la Historia ofrece múltiples ejemplos de esa pugna que en el caso de los anarquistas enfrentó a los partidarios de la colaboración con otras fuerzas con quienes abogaban en exclusiva por la acción directa. No siempre se recuerda, dicho sea de paso, que fue la Confederación la que logró en España la jornada laboral de ocho horas, sólo dos años después de que Lenin reclamara todo el poder para los sóviets.

Pronto se cumplirán cien años de la mitificada revolución de Octubre y lo que no cabe es la nostalgia del bolchevismo. Como han probado los historiadores y demuestran los testimonios de tantos genuinos izquierdistas a lo largo de estas décadas, lo que entonces nació no merece otro nombre que el de una sanguinaria dictadura cuyos millones de víctimas, entre ellos casi al completo la vapuleada generación que alumbró el experimento, se revolverán en sus tumbas cada vez que un indocumentado apela a la épica o los supuestos logros de la era soviética. Nada ha hecho más daño a las ideas de quienes aspiran a una sociedad más justa e igualitaria que la transigencia con el despotismo, inseparable desde los inicios -y no como consecuencia de una degeneración posterior- del socialismo de rostro inhumano. Cualquier camino actual o venidero pasará por tener bien aprendida la lección derivada de su fracaso.

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