Bloguero de arrabal

Pablo Alcázar

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Patria de proximidad

Me gustaría que la patria me hiciera sentir mariposas en el estómago, pero nunca me han entusiasmado las posverdades

Para mí, el 12 de Octubre, día de la Fiesta Nacional, es un día triste porque es el día en que cierran Los Italianos. Soy muy básico. Ayer me llevé un mal rato al pasar por la Calle Reyes Católicos y ver que los López-Mezquita estaban en obras. En abril, mi abuela, recogía los primeros dineros contantes y sonantes de la temporada gracias a la venta de las cerezas tempranas de Cenes. Se vendían estupendamente en la corrida del bar de Paco. Para entonces nos habíamos quedado, en los años 60, sin cash-flow: habíamos consumido la matanza, nos habíamos comido los melones colgados del techo del granero y los caquis. Pero las cerezas salvadoras del Zargal, la finca de mi abuela, nos sacaban de la crisis, a nivel microeconómico. Y allí iba doña Dolores, vestida de luto, desde que perdió a su marido, con 22 años y dos hijos, en el tranvía de la Sierra y compraba chacinas en Brieva, una tienda de ultramarinos que había junto a la barbería donde se pelaban mi padre y Lorca, en la Acera del Darro. Luego se pasaba por los López-Mezquita, donde adquiría los deliciosos bizcochos de soletilla de la casa y una caja de pasteles surtidos. Y, cuando nos los estábamos comiendo, exclamaba ritualmente: "¡Cómo los pasteles de los López, ningunos!". Me gustaría que la patria me hiciera sentir mariposas en el estómago, pero nunca me han entusiasmado las grandes posverdades, como las llaman ahora. Soy un patriota de proximidad, sólo aprecio y valoro lo que puedo tocar, lo que puedo ver, lo que me roza la piel. Ha muerto demasiada gente a cuenta de las patrias y de las religiones y de las grandes promesas y de las grandes máscaras y tapaderas de la suciedad y la vileza. Ahora sólo creo en los tomates y los pepinos y las ciruelas y el pimiento rojo y la berenjena tersa que me vende Salvador, un vendedor ambulante, tierno y curioso, que hizo la primera comunión conmigo en la escuelas del Avemaría de la Avenida de Cervantes y que todavía recuerda con emoción la onza de chocolate y el bollo de leche que nos regalaron ese día a los primeros comulgantes. Insensibles para el tremendo misterios que nos acababa de pasar (nada más y nada menos que comernos todo un dios), pero muy sensibles a una onza de chocolate, tan harinosa que nos producía dentera morderla, pero nada habitual en la dieta de un niño del año 1953. También recuerda Salvador que le tocó una lata de sardinas con el número 17 y cómo suele meter en los ciegos a ese número, sin suerte. En el patio del colegio había un mapa de España de obra, con sus mares y sus montañas. En un pispás estábamos en Madrid, sin necesidad de tren, y en Barcelona, en tres zancadas. No creo que a Salvador le importe un pito el esperpento catalán. Sí le gustaría, como a mí, volver al patio del colegio para recorrer aquella patria abarcable y eterna del mapa de nuestra infancia.

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