EL pasado miércoles, la delegación malagueña de Amnistía Internacional celebró en la Facultad de Derecho una mesa redonda a la que acudieron portavoces de distintas organizaciones en torno al lema Pobreza y derechos humanos. Las conclusiones de esta copulación son conocidas: por lo general, una situación económica de riesgo y exclusión supone un campo de abono para el abuso que ejercen los estamentos más poderosos contra los más débiles. En cuanto a la opinión pública, se produce una paradoja: cada información que sale a la luz acerca de la vulneración de los derechos humanos revela que es mucho más lo que no se sabe. Pero, al mismo tiempo, una mayor transmisión de noticias y casos termina generando en la misma opinión pública una creciente insensibilidad que obliga a las organizaciones a no cejar nunca en sus campañas de sensibilización.

Con los episodios de corrupción en los ayuntamientos ocurre algo parecido. Cada alcalde o concejal que es citado a declarar, imputado o encarcelado por prevaricación o falsedad, crea una peligrosa cultura de la indiferencia, por más que las alarmas estallen ciertas noches en juzgados y comandancias y muchos ciudadanos presuman de saber dónde se amasan los grandes botines y hasta los señalen. El goteo de municipios intervenidos constituye una música monótona y cansina. En este sentido, conviene recordar que desde los antiguos griegos la democracia es, por definición, un sistema débil y vulnerable, que raramente procede a defenderse con contundencia frente a ataques externos por la ilusión de que así se protege mejor a sí misma. Hacer de la corrupción una pérfida cantinela de fondo significa dar argumentos a sus contrarios. Los ayuntamientos, que tanto reclaman el reconocimiento de su papel vertebrador tras la Transición, deberían demostrar precisamente más responsabilidad. Que al bicho se le mata mejor por debajo.

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