Hace unos días fui con Manuela a los puestos de flores de la Alameda. Teníamos la intención de comprar tan sólo tres rosas, de diferentes colores, para adornar la mesa de Nochevieja. Una vez seleccionadas, le pedimos a la vendedora que nos dejara los tallos bien cortitos, porque la idea era ponerlas sencillamente en un vaso. Pero antes de que le diéramos más explicaciones, la joven nos preguntó si las flores eran para un nicho. Le explicamos al fin para qué las queríamos y la chica no ocultó su sorpresa: "Cuando nos piden los tallos tan cortos siempre es para ponerlas en un nicho. Pero es raro que nos las pidan para ponerlas en una mesa". Entonces, le comentamos que cuando viajamos fuera de España vemos con frecuencia restaurantes que adornan así sus mesas, con tres o cuatro flores naturales metidas en un vaso, pero que aquí, tal y como nuestra florista advertía, se trataba de una costumbre muy poco extendida. Y ella nos contó que la mayor parte de sus clientes son extranjeros, turistas de paso o residentes que compran flores casi a diario. Los malagueños, decía, son en cambio y por lo general poco dados a adornar los espacios con flores: únicamente se acuerdan de ellas el día de los enamorados y el día de los difuntos. El resto del año, nada. Semejante dato me pareció ilustrativo no ya respecto a cierto carácter autóctono, sino como diagnóstico de una determinada manera de entender la realidad y, por tanto, la ciudad en la que los propios malagueños vivimos (y en la que, al contrario que en otras muchas, no hay nada parecido a un mercado de flores; aunque dada la escasa clientela potencial, las razones de esta ausencia son obvias). Una flor bonita y bien puesta permite el embellecimiento de un entorno a cambio de muy poco. Las flores son baratas (no hace falta poner muchas ni muy caras para que surtan efecto) y efímeras, pero se bastan y se sobran para cumplir su función. Exigen cuidado, pero realzan el lugar que habitan, ofrecen un plus que bien vale esos mimos. No hace mucho se podían encontrar flores en ciertos rincones malagueños, escasos pero hermosos. Ahora...

Ahora, el criterio es muy distinto. Ahora se trata de tener el mejor alumbrado navideño del mundo, la torre portuaria más alta de Occidente, el mejor no sé qué de todos los tiempos en no sé cuál sitio. Cada vez que sale el alcalde con sus dichosos rankings a posicionar a Málaga entre las diez mejores ciudades del mundo en la siguiente competición que se le ocurra, la cohorte consabida de incondicionales suspira complacida: estamos donde teníamos que estar. Y sí, todo esto está muy bien. Claro, si de competir se trata lo suyo es ganar en todas las carreras. Málaga se me está convirtiendo en una ciudad muy macho: siempre la tiene más grande que el vecino. Pero la belleza de una ciudad no depende, me temo, tanto de la inversión catarí de turno como del capricho y la costumbre de esmerarse un poquito en los detalles. El problema es que una maceta de geranios en un portal es una tontería, no vale nada, no cotiza. Pero ya ven, eso es lo que yo más echo de menos. Que alguien lo ponga bonito.

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