SABÍA que empezaba la primavera porque mamá hacía torrijas, miles de torrijas, posiblemente millones de torrijas, mientras papá permanecía impertérrito con el batín de borlas a cuadros (parecía un cuadro de Mondrian con cabeza) leyendo el diccionario de la RAE. Creo que empezaba siempre por la C de cernícalo y terminaba por la Z de zoquete. En casa los dos únicos libros que había eran el libro de familia y el mencionado diccionario, excepto en el desván que, entre cachivaches, había una remesa de libros que un tío mío republicano dejó huyendo apresuradamente a México cuando entraron las tropas rebeldes en Madrid. Ahí leí a Aldous Huxley, Allan Poe, La isla del tesoro y El último mohicano. El desván era mi sitio predilecto, donde soñaba con piratas, héroes y odaliscas que nada tenían que ver con las muchachas timoratas, educadas en teresianas de axilas con olor a incienso y cera de velas joseantonianas.

El primero de abril como un rito se conmemoraba el Gran Desfile de la Victoria, era en el paseo de la Castellana de Madrid, los árboles se vestían de uniforme con sus hojas verdes y enmudecían ante aquel general rebelde de mirada fría de titanio que hizo de España el gran oxímoron del insensato sentido de cuarenta años.

Papá el único día que tomaba torrijas era el 14 de abril para conmemorar el aniversario de la Segunda República, sólo tenían que cumplir las dimensiones de la sección áurea, para lo cual se compró un compás de madera de origen ruso que dejaron olvidado las Brigadas Internacionales. Acto seguido se encerraba en su cuarto y ponía las sinfonías de Shostakovich. Todos los Jueves Santos le visitaba un andaluz de porte torero y anarquista hasta la médula llamado Melchor Rodríguez El Ángel Rojo y jugaban al ajedrez. Más de una vez le oí decir con aquel gracejo sevillano: "Posiblemente las generaciones venideras acabarán con la bestialidad y se harán tolerantes y dejará de ser verdad que en esta piel de toro sólo sabemos ir detrás de los curas o con un garrote o con un cirio".

Este artículo primaveral se lo dedico a un joven poeta de la cocina que con su juventud y rebeldía ha recorrido medio mundo estando la última vez una estancia de dos años en Islandia. Sé bienvenido, David.

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