Postrimerías

Ignacio F. / Garmendia

Primera línea

SIN contarse entre los más preocupantes, uno de los efectos perdurables de la crisis ha sido el de aumentar la desconfianza de los ciudadanos no resguardados por sueldos vitalicios hacia los funcionarios, cuestionados desde siempre por quienes consideran -porque apenas necesitan de su cobertura o porque no la necesitan en absoluto- que el Estado debe adelgazar hasta reducir su volumen a lo mínimo. No se vive del mismo modo la incertidumbre cuando se tiene una nómina asegurada y quizá sería preferible que esa seguridad estuviera ligada a evaluaciones periódicas, pero el mero hecho de tenerla no convierte a sus beneficiarios en sospechosos e insistir en que lo son, como suelen hacer los partidarios de la ley de la selva, sólo conduce al desprestigio gratuito de sectores que realizan tareas esenciales.

Es verdad que en ciertos ámbitos -por ejemplo las burocracias autonómicas, desdobladas en administraciones paralelas- se han manejado criterios poco racionales o que la dedicación de algunos empleados públicos dista de ser entusiasta, pero resulta injusto cargarlos a todos con el estigma de unos privilegios inexistentes o bastante modestos, dada la importancia de la función que desempeñan. Lo dicho es especialmente relevante en dos terrenos, la educación y la sanidad, que suelen citarse juntos cuando se habla de la dimensión social de los estados sin la que éstos, reducidos a garantes de la seguridad o la defensa, no serían más que milicias al servicio de los poderosos. Docentes y profesionales sanitarios están sometidos a presión y merecen la solidaridad de quienes creen en lo público, pero todo el que trabaje en un hospital o en un centro de enseñanza debe tener claro que su labor no es una labor cualquiera.

La instrucción de los niños o de los muchachos y el cuidado de los viejos o de los enfermos son oficios vocacionales y a veces duros que requieren no sólo de conocimientos, sino de una capacidad de empatía sin la que nadie, por brillante que haya sido su trayectoria académica, debería estar habilitado para ejercerlos. Desde hace tiempo se habla de introducir un MIR para los profesores y no parece mala idea, pero tanto en la nueva prueba como en la ya existente habría que atender a esa capacidad fundamental que no se aprende en los manuales. Quienes carezcan de ella pueden dedicarse a la investigación, pero en la primera línea no basta con saber o lo primero es saber, si es posible desde la humildad, que al otro lado hay personas.

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