PRIMERO fue la expectación causada por el irrumpir de un estilo directo, sencillo, poblado de gestos que conectan con esas mayorías que en todas partes exigen liderazgos próximos, cálidos, pendientes del protocolo sólo para romperlo. Siguió el impacto mundial de sus primeras entrevistas y declaraciones, cuidadosamente escogidas aunque siempre con un aire de improvisación, de charla de café en la que todo vale si el interlocutor es sincero y sazona los comentarios con ingenio. Fueron llegando las homilías en Santa Marta, muy a lo párroco de pueblo, inspiradas y sabias. Y al mismo tiempo, con frecuencia cada vez mayor sus irrupciones personalísimas en todo asunto de actualidad, a menudo necesitadas de posterior aclaración y matiz, que entusiasman o irritan hoy a unos, mañana a los contrarios. Los católicos nos hemos tenido que acostumbrar a un pontificado que reserva una sorpresa para cada día del santoral, que entre otras virtudes nos hace adultos porque nos cura de la papolatría en la que quizá nos habíamos instalado. Quiero decir que sin mengua del amor al Papa, hoy es posible encontrar tantos y tan distintos Franciscos como circunstancias y públicos, de forma que quien esté de acuerdo hoy con él, tendrá que estar en íntimo e incómodo desacuerdo mañana sobre ese mismo tema o similar. Parece que esta perplejidad ya acompañaba a los bonaerenses en su día, luego debe ser esta una característica de Jorge Mario Bergoglio que un escritor argentino, Alberto Buela, ha explicado como habilidad muy porteña de decir a cada uno lo que desea oír.

Este rasgo de la personalidad de Francisco que se traslada tan fácilmente a su enseñanza ha estado muy presente en el viaje a Suramérica de estos días atrás. Junto a momentos memorables de cercanía a los que más sufren, otros nada afortunados y algún discurso en el que ha deslizado opiniones sobre el papel de España en aquellas tierras, por el que ha llegado a pedir perdón, dolorosas e injustas. Bergoglio, pues, en estado puro, aunque ello le aboque a situaciones tan desairadas como el ya tristemente famoso episodio de la entrega que le hizo Evo Morales de un penoso Cristo clavado al símbolo de la ideología causante de las mayores persecuciones de la historia contra la Iglesia y los cristianos. Y que inexplicablemente él aceptó. Esperemos que la próxima ocurrencia de algún mandatario no sea regalarle otro crucificado, esta vez sobre una esvástica.

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