Razones de la cachiporra

El país anda últimamente más cabreado que Javier Marías, menos el PSOE, que nadie sabe por dónde anda

Vuelvo a esta tribuna, después de un largo descanso estival, con el profundo alivio de que sea una columna de actualidad local, cosa que me evita, por ventura, tener que comentar la política nacional. Es una coyuntura paradójica, porque hasta ahora lo que me daba pereza era hablar constantemente de nuestro alcalde inoxidable, y su querido príncipe Carlos. Pero con la deriva de los últimos tiempos, empieza a ser, si no más estimulante, menos temerario hablar, por ejemplo, de la pertinaz obsesión del alcalde por plantarnos una enorme cachiporra en el puerto, que de la obsesión de Rajoy por plantársela en la cabeza a los catalanes.

Y es que, en general, estamos más enfrentados y fanatizados que hace unos años, cuando creíamos que regenerábamos la política, o la degenerábamos, según se mire. Alguien me decía estos días que esto de Cataluña nos ha dividido más a los españoles que a los catalanes, y quizá no le falte la razón. Todo parece marchar peor, especialmente en los últimos meses, cuando inicié mi descanso estival de sacudirles la cabeza. No con la porra, sino castigando las imprentas, como gustaba llamar Borges a esto de escribir. Borges que, por cierto, también decía que "la democracia es una superstición muy difundida, un abuso de la estadística". La democracia, qué cosa tan difícil de definir, sin una cachiporra. No voy a perder el tiempo intentando desentrañar algo tan complejo, me falta músculo, pero sí tengo claro que, sea lo que sea, debe tener que ver con la convivencia, que es justamente lo que se está yendo al garete, no solo en Cataluña. Todo el país anda últimamente más cabreado que Javier Marías, menos el PSOE, que nadie sabe por dónde anda.

Pero la convivencia es como la salud, uno solo se acuerda de ella cuando la pierde, momento en el que el malestar pasa inmediatamente a ocupar toda tu atención, y no te deja pensar en otra cosa. Se convierte en un constante dolor de cabeza, como las astutas soluciones del Gobierno, y se extiende a todos los ámbitos de la sociedad, menos, por suerte, a la política local. Aquí el alcalde todavía prefiere plantarnos la porra en el puerto, en vez de en la cabeza, que es algo que se agradece mucho. Salvo que uno se asome un atardecer a la bahía, que entonces, de repente, piensas: porras, ¿cómo demonios pueden ser tan brutos? Todos.

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