RELOJ DE SOL

Joaquín Pérez Azaústre

Recuerdo de Gregorio Ordóñez

LA muerte de Gregorio Ordóñez, su calambre frío en las noticias de hace 17 años, tuvo algo de puesta en escena emocional, despiadada y terrible. El 23 de enero de 1995, ya cercanas las elecciones municipales de mayo, Gregorio Ordóñez era el valor creciente del Partido Popular vasco, una piedra angular sobre la que podría haber girado una de las versiones hipotéticas de la realidad que ha llegado a ser. Había quedado con unos amigos en un restaurante de la Parte Vieja de San Sebastián, en el restaurante La Cepa, de lóbrego recuerdo, de resonar sombrío: entre ellos María San Gil, que abrigaría también su testimonio en los años siguientes, lo singularizaría y lo encarnaría además en el mantenimiento de un coraje frente a la extorsión del miedo. Fue entonces cuando un comando terrorista apareció por detrás, como solían hacerlo, como lo han hecho hasta hace poco tiempo, y asesinaron a Gregorio Ordóñez sobre el mantel intacto, sobre un mantel de tela que después, cuando escaparon, siguió siendo el mismo mantel que al principio del almuerzo, pero ya distinguido por la tragedia breve del mayor impacto.

Con el tiempo, los asesinos fueron enjuiciados. Pero algo se rompió con la muerte de Gregorio Ordóñez, algo se cortó en el aire espeso de una ciudadanía que aún justificaba, si no mayoritariamente, sí de manera significativa, el terrorismo como lucha política. Lo que tuvo este atentado de puesta en escena emocional, despiadada y terrible, fue precisamente que cualquiera podía imaginar ese momento, el de un hombre joven que está sentado a la mesa con varios compañeros -algo tan personal, y a la vez tan social, tan íntimo y tan público, como escoger la mesa en un restaurante que te gusta y comer con unos amigos, la botella del vino y el pan, esa simbología de una vida enraizada- y de pronto llega otro hombre, por la espalda, con una pistola, y la descarga en ti, la descarga en Gregorio Ordóñez, en toda la memoria futura de un hombre con futuro, en todo el testimonio por hacer de un hombre que no podrá escribirlo.

Si la ejecución sumarísima de Miguel Ángel Blanco supuso el despertar salvaje y duro, multitudinario y colosal, de toda la población española, sin escisiones, el asesinato de Gregorio Ordóñez, además de su pena personal, de su mujer y de toda su familia, su amigos, su partido, removió como nunca las silenciosas calles vascas.

Nunca un asesinato lo fue tanto, nunca se pudo revivir tanto, nunca se imaginó con tanta fuerza la escena de la mesa y el mantel. La gente que le quiso y que le quiere ha tenido que convivir, durante estos 17 años, con los mismos individuos que, varias veces, han profanado la tumba de Gregorio Ordóñez. Él, y tantos otros, hubieran merecido vivir el día de hoy.

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