SEPTIEMBRE es el mes del regreso: regreso a casa, regreso al cole, regreso al trabajo. En general, a todo el mundo le gusta partir y a nadie le gusta regresar, porque preferimos lo desconocido a lo conocido, lo ignorado a lo ya visto, aunque el más grande viaje de la literatura, La Odisea, es el relato de un regreso, un largo y complicado regreso a casa. Eso hace que septiembre tenga mala fama. Es un mes antipático, un mes que vemos como una condena tras la tregua -siempre tan corta- de las vacaciones de verano. Pero a mí me gusta septiembre. Quizá lo propio de los jóvenes sea el deseo de partir hacia un lugar desconocido, mientras que los mayores -entre los que ya me cuento- preferimos regresar de nuevo al lugar ya conocido, en busca de lo que nos supone una grata rutina. Puede ser.

Este año, desde luego, las cosas no pintan bien. La política, empantanada en el 0-0 perpetuo de dos equipos dirigidos por unos discípulos especialmente zopencos de José Mourinho, inspira un aburrimiento infinito y una apatía que no anuncia nada bueno. Los ciudadanos se desentienden, o desconfían, o alimentan un sordo rencor contra todo y contra todos que es el peor fermento que puede instalarse en las sociedades desarrolladas. La economía es uno de esos frágiles castillos de naipes que penden de una súbita corriente de aire o de una vibración casi imperceptible del suelo. De momento se mantiene en pie, pero no sabemos por cuánto tiempo ni en qué condiciones. Los ayuntamientos viven del aire -y en el aire, como las hadas y los espíritus-; las empresas se han acostumbrado a vivir en la cuerda floja, como los funambulistas del circo; los bancos envían espeleólogos a sus cámaras acorazadas, con la esperanza de que encuentren algo, aunque sea una telaraña, y los particulares suspiran y miran al cielo, como hacen los campesinos cuando el cielo está lleno de nubarrones o no cae ni una gota. Mal asunto.

Pero nos queda la vida, que al fin y al cabo es lo único que cuenta. Y septiembre es uno de los meses más hermosos del año. Con un poco de suerte, habrá un tono anaranjado en el cielo que anunciará los primeros cambios del otoño, empezará a hacer algo de fresco por las noches, el aire se volverá más transparente y los días se harán más cortos y más amables. De acuerdo, el verano se habrá ido, sin traernos quizá aquello que buscábamos. Da igual. Volveremos como Ulises a Ítaca, y aunque vayamos disfrazados y nadie nos reconozca -y aunque ni siquiera nos podamos reconocer a nosotros mismos-, encontraremos la vieja casa que llevábamos tanto tiempo buscando. Y al final alguien descubrirá quiénes somos cuando vea por casualidad la antigua herida de caza que todos llevamos en el tobillo. La herida de la vida. La herida del tiempo.

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