No parece que el último capítulo del máster de Cristina Cifuentes se haya escrito todavía. Existen políticos que en momentos de máxima dificultad tratan de mostrar una fortaleza sobrehumana desafiando al sentido común. No es la primera vez que hemos visto a cargos públicos asediados por un escándalo, soportar con una sonrisa de hielo graves acusaciones que parecen no hacer mella en su ánimo y proclamar ante los mismos medios que le atacan no solo su inocencia, sino la falsedad malévola de las acusaciones. Están dispuestos a soportar esos ataques con la convicción de que al final su fortaleza y su personal visión de los hechos triunfará. Con alguna frecuencia hemos asistido a esta defensa desesperada para al final verlos claudicar presentando su dimisión. Cuánto sufrimiento y desdoro se hubiera ahorrado si esta decisión se hubiera producido en el primer momento.

Da la impresión que la presidenta de la comunidad de Madrid pertenece a esta raza especial de políticas, capaz de llevar su resistencia hasta sus últimas consecuencias, desafiando, sin que se le caiga la sonrisa de la cara, la ley de la gravedad si fuera necesario. En este caso, Cristina Cifuentes se ha defendido proclamando verdades sorprendentes. Ha venido a reconocer que se matriculó en un máster presencial cuando el plazo para hacerlo había terminado hacía tres meses y que no asistió ni a clase ni a exámenes. Pero la gravedad de este sorprendente reconocimiento se produce cuando afirma con todo desparpajo que este máster virtual no era una fabricación especial en consideración a su persona sino que era el común proceder de este tipo de titulaciones para muchos alumnos. Y dicho esto sin rubor, lo normal hubiera sido que se produjera una airada e inmediata reacción de la universidad afectada, defendiendo el buen nombre de la institución y negando con rotundidad e indignación que este paripé académico fuera de general aplicación. Qué menos que la reunión urgente del claustro, o la firma por catedráticos y profesores de un manifiesto aclaratorio o concentraciones y asambleas en señal de protesta. Pero no, la universidad afectada, salvo honrosas y señaladas excepciones, ha optado por el silencio y la discreción y han preferido mantenerse en su torre de marfil sin sentirse obligados como colectivo a defender desde la primera hora la seriedad de la institución. Esta inexplicable pasividad, unida a la inanidad de C´s, juegan en favor de la artificial fortaleza de la presidenta y facilita que este lamentable espectáculo continúe.

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