EL Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero decidió aplicar, a su llegada al poder en 2004, una nueva política exterior respecto a Gibraltar. La fórmula empleada fue fomentar el diálogo, aparcando la discrepancia sobre la soberanía, e incidir en resolver problemas a ambos lados de la Verja mediante el Foro de Diálogo, que en la práctica es tripartito aunque formalmente sea entre dos estados con la presencia de los gobernantes del territorio en litigio. Frente al optimismo de la pasada legislatura, tras la firma de los Acuerdos de Córdoba, el balance cuando se cruza el ecuador de la vigente no resulta nada halagüeño para los intereses españoles. Gibraltar ha conseguido con estos acuerdos sus dos grandes aspiraciones históricas: fluidez en el paso de la Verja -que España ha cedido al llamarla también frontera frente a su negativa histórica- y numeración telefónica propia, un aspecto vital para su supervivencia como centro financiero y sede de empresas de apuestas por internet. España apenas logró resolver el problema de la congelación de pensiones y siguen sin cumplirse los mayores beneficios: un nuevo aeropuerto de teórico uso conjunto y la apertura del Instituto Cervantes en la Roca. Este escaso balance no es, lamentablemente, lo más grave. Sí lo es que Reino Unido y Gibraltar han aprovechado el clima de diálogo para ser desleales con España. El último ejemplo lo ha desvelado el Grupo Joly: han inscrito unas aguas cercanas al Peñón no previstas en el Tratado de Utrecht como de su control, aunque sea medioambiental, con el beneplácito de la Unión Europea, que lo ha publicado en su Diario Oficial tres veces desde 2006. España ha objetado y ha inscrito con la misma figura esas aguas y otras que las circundan para contrarrestarlo. En estos años, España ha sido, además, más permisiva que nunca cuando se han producido fricciones: accidentes marítimos, incidentes medioambientales, desplantes a miembros de la diplomacia o de las instituciones locales españolas... Cada concesión, por mínima que sea, ha sido aprovechada para arañarnos soberanía. Por todo ello es hora de revisar, como mínimo, una política que sólo logra retrocesos en nuestro legítimos derechos por la vía de la permisividad y sin contrapartidas.

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