La tribuna

Ángel Rodríguez

El Rey se reúne

NADIE duda, con la que está cayendo, que lo más importante ahora es enderezar la marcha de nuestra economía. Pero no es menos importante, me parece, que a la hora de enderezarla cada uno juegue el papel que le corresponde en una democracia: el Gobierno debe gobernar, el Parlamento (con la oposición al frente) controlar cómo se gobierna, los sindicatos y la patronal velar por los intereses de sus representados sin perder de vista el interés general, y usted y yo decidir, cuando llegue el momento, a quién le toca mandar y a quién controlar al que manda. El principio básico que guía este reparto de papeles tampoco es objeto de controversia: quien tiene poder para decidir sobre las condiciones de vida de los ciudadanos es responsable ante ellos, que periódicamente -para eso están las urnas- le pedirán explicaciones.

¿Y el Rey? ¿Qué papel le corresponde jugar al Rey? No deja de sorprender que algunos todavía crean que la Corona, a la que no se puede pedir responsabilidades, pueda tomar decisiones que afecten a los ciudadanos. El buen hacer al que nos tiene acostumbrado el Monarca, cuyo prestigio y autoridad rara vez se discuten, contribuye paradójicamente a expandir esta creencia, pues el hecho de que esté por encima de la pugna partidista lo hace, a ojos de algunos, la persona idónea para actuar cuando Gobierno y oposición no logran ponerse de acuerdo. La reunión con los agentes sociales y sus intentos de alcanzar un pacto de Estado contra la crisis parecen encaminarse a esta finalidad.

¿Puede el Rey tomar este tipo de decisiones? La Constitución española, como todas las que han conseguido hacer compatible la democracia con la monarquía, contempla un Rey alejado de las tareas de gobierno, estableciendo que sólo podrá ejercer las funciones que se le atribuyen y no otras, que es una forma elegante de decirle que tiene prohibido todo, salvo lo que expresamente se le permite. El interrogante, sin embargo, lo abre el propio texto constitucional cuando, justo al lado del listado exhaustivo y cerrado de lo que el Rey puede hacer, añade que le corresponde, además, "arbitrar y moderar" el funcionamiento de todas las demás instituciones. Y esta afirmación parece concederle un gran margen de discreción para, sin usurpar nunca el papel de nadie, mediar entre todos cuando la ocasión lo precise. De manera que, por un lado, la Constitución dice claramente que el Rey reina, pero no gobierna, pero por el otro parece que no quiere dejar de reconocer que será cierto que el Rey no gobierna... pero reina.

El problema es que interceder, aconsejar o sugerir, que es como interpretan la función de árbitro y moderador los partidarios de conceder al Rey un papel sustantivo en nuestro sistema político, implica siempre tomar decisiones, que, lógicamente, tienen sus consecuencias. Pero la regla de oro, ya se ha dicho, es que el que decide en asuntos de la cosa pública debe ser responsable por ello, y nadie puede pedirle cuentas al Rey por sus intercesiones, sugerencias o consejos.

Por eso mismo la Constitución ordena que el Rey nunca actúe a iniciativa propia sino del Gobierno y que sea el Gobierno el que asuma siempre la responsabilidad que pueda derivarse de sus actos. A mi modo de ver, esta doble regla no se excepciona cuando el Rey actúa como árbitro o como moderador, por lo que, también en esos casos, el Rey debe actuar sólo bajo iniciativa gubernamental. Este principio protege al monarca, pues sólo gracias a ello nadie le podrá pedir responsabilidades, y también al Gobierno, que será el responsable, para bien o para mal, de la gestión que encomiende al Rey.

De manera que la pregunta de si puede el Rey reunirse con los agentes sociales o con las fuerzas políticas para intentar conseguir un pacto de Estado contra la crisis, tiene, a mi juicio, una clara respuesta en la Constitución: sí puede, siempre que sea el Gobierno el que se lo pida y siempre que sea el Gobierno el responsable ante la opinión pública -y, después, ante las urnas - del éxito o el fracaso de la operación. Es más: el Rey no sólo no podrá nunca arbitrar o moderar a espaldas del Gobierno ni, mucho menos, con su oposición, sino que no podrá tampoco negarse a hacerlo cuando el Gobierno se lo requiera. Así se reina según la Constitución española y así ha actuado siempre el Rey, incluso en la excepcional circunstancia del 23-F, cuidándose de que un gobierno de subsecretarios pudiera provisionalmente sustituir al que estaba retenido en el Congreso.

Claro que nos hace falta una nueva edición del acuerdo de Estado que, en plena transición política y con una crisis económica parangonable a la actual, firmaron las fuerzas políticas y sociales. Pero ya entonces, cuando todavía no teníamos una Constitución democrática, se decidió, sabiamente, que los pactos se firmaran en La Moncloa. Treinta años de régimen constitucional impiden que los acuerdos que ahora eventualmente se firmen se gesten en La Zarzuela.

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