DE todas las cifras puestas en juego para el juicio del caso Malaya, que empezará el lunes, llama especialmente mi atención la de los más de 250 periodistas acreditados, gran parte de los cuales pertenecen a medios del espectro rosa. No es extraño: a los adalides de la telebasura, los implantes de silicona y el griterío como expresión de autoridad les interesa la corrupción, sobre todo cuando la perpetran sus fetiches. Habrá que volver a ver en las tertulias de sobremesa a los comentaristas citando cantidades de desfalco como quien juega al bingo mientras apuran una regañá y sacan otro novio a la Pantoja. Hace poco entrevisté a dos periodistas de la competencia y sin embargo amigos, Juan Cano y Héctor Barbotta, autores de una novela inspirada en el asunto marbellí, La última gota. Conversé con ellos en una de esas jornadas agotadoras de promoción por turnos, y resulta que mi predecesor fue un corresponsal enviado por uno de esos programas de tertulias que lideran las audiencias. Otro programa de otra cadena que entra en competencia directa con el anterior, a su vez, había reclamado la presencia de ambos en plató, rehusada de inmediato. Hasta el nombre de un servidor salió a relucir en uno de estos esperpentos cuando le dio por entrevistar a Isabel Pantoja. No me preocupa que meta las narices en Malaya todo hijo de vecino, porque imagino que hay detritus para todos. Pero sí me inquieta la percepción del público, que encontrará referencias al caso tanto en los editoriales de la prensa como en los improperios escupidos por gente dispuesta a matar a su madre por un puñado de espectadores. El caso de corrupción más grave desde la Transición, que ha revelado la absoluta indefensión que sufre el ciudadano respecto al Estado, con una impunidad tolerada durante quince años, parece condenado a quedar relativizado, a pasar a los archivos como sopa boba. Las consecuencias éticas pueden ser fatales. ¿Quién dijo responsabilidad?

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