El sueño de Grecia V. La milicia de Floreal

Más que los grandes sistemas, a H le atraen las escuelas proscritas y en especial los epicúreos, aunque la doctrina original, demasiado razonable, le resulta menos seductora que su caricatura. El amor, desaconsejado por el Libertador como fuente de desequilibrios y penalidades, le parece, en cualquiera de sus variantes, un asunto irrenunciable. Vencidos pero no domados, los dioses se han reconvertido en demonios tutelares, a la espera de una segunda oportunidad que restituya los altares abolidos. Incitado por los poetas neopaganos, H anhela la hora del regreso.

Una de las grandes contribuciones de Grecia, sin parangón en el mundo antiguo ni siendo rigurosos en ninguna otra época, había sido el concepto y la práctica de la democracia, que por lo demás duró relativamente poco y se extendió únicamente a la ciudad de Atenas y algunas de sus aliadas, sometida a restricciones y aplicada en el marco de una acción imperialista. La política, en sentido estricto, era un invento griego y resultaba tentador confrontar los debates de aquellos primeros ciudadanos -una amplia minoría de los habitantes de la polis- con los de los que después habían invocado la palabra. Era todo muy confuso. Para los liberales, por ejemplo, Platón, aunque hostil a la masa, era poco menos que un fascista, pero otros críticos comparaban su inhóspita República con la distopía soviética y no faltaba quien sostuviera, probablemente con razón, que lo más sensato sería mantener a los filósofos -como a los poetas- alejados de cualquier gobierno. H dudaba. Todos creían en la democracia, naturalmente, pero no había más que asistir a las agotadoras asambleas de la Facultad, donde las intervenciones eran acaparadas por alumnos profesionales, encastillados en la delegación desde hacía lustros, para comprobar que el procedimiento tenía sus fallas. Justo se conmemoraba el bicentenario de la toma de la Bastilla y era bastante significativo que para los jacobinos hubieran sido los espartanos, no los rivales atenienses, el modelo de la sociedad igualitaria.

Ya habían pasado los viejos buenos tiempos de las manifestaciones estudiantiles, pero H se movía con desenvoltura entre los coletazos de la subversión, carente de una ideología definida pero abierto a cualquier forma de radicalismo, como demostraba su cautelosa amistad -la burguesía era el enemigo, todas las causas perdidas merecían un respeto, había que plantarles cara a los codiciosos mercaderes- con algunos de los jóvenes nostálgicos de la revolución pendiente. Si había que conquistar el Estado, se conquistaba, luego hablarían de menudencias. Indisciplinados y anarquizantes, los compañeros de la reticente célula filohelena donde se integraba H no gozaban de excesivo crédito entre los responsables de su seguimiento, que era el siniestro término empleado por los perseguidores, pero se apuntaban a las labores de apostolado o a las menos ingratas misiones pedagógicas siempre que mediara la expectativa de una celebración aneja. El Este se hundía y no se habían dado ni cuenta.

La batalla de las ideas, que lo era también de temperamentos, se proyectaba de algún modo en el ámbito académico, donde los afines se agrupaban en función de lazos que trascendían las disciplinas o hasta las especies, incluida la poco amistosa de los antropólogos y algún que otro antropopiteco. En lo que se refiere a la Antigüedad las deducciones de los filólogos, inclinados a extraer conclusiones indemostrables a partir de los datos lingüísticos, como las elecciones léxicas o las variaciones dialectales que permitían reconstruir, con pasmoso sentido de la escenografía, los movimientos de pueblos a gran escala, eran severamente cuestionadas por los historiadores que señalaban la necesidad de remitirse a las pruebas arqueológicas. Piedras contra palabras que para H, fanático de las etimologías, bastaban por sí solas. La locura seudocientífica del arianismo había contaminado los estudios que sólo los teutones seguían llamando indogermánicos, pero no era justo que el delirio supremacista proscribiera tantas décadas de sabiduría. Previsiblemente, H se mantenía fiel a la desprestigiada teoría de las invasiones, con sus dorios, sus laringales y sus isoglosas. Su dialecto preferido era el panfilio.

Como cualquier agitador, H precisaba de una hoja volandera y no más pisar el aula se puso manos a la obra. Quousque tandem, que así fue bautizada, era una revista indiscutiblemente disparatada, pero tenía su modesta leyenda. Él mismo grapaba los ejemplares, cincuenta, en la mesa camilla del piso recién alquilado, operación que a veces se retrasaba por el impago a la imprenta donde lo temían, a H, no tanto por su crónica insolvencia como por las continuas indicaciones con las que castigaba a los operarios. Identificable por una peculiar combinación de difusa rebeldía y trasfondo vagamente reaccionario, el panfleto estaba profusamente ilustrado con imágenes delicuescentes, la mayoría de ellas tomadas de publicaciones muy costeadas que traían artículos sobre los misterios de Eleusis o los estetas afectos a la Venus Urania. Había el consabido benefactor a quien H sableaba en los momentos críticos, no para cubrir gastos personales, por supuesto, aunque a lo mejor invertía parte del óbolo en cigarrillos u otras fruslerías, sino para liberar las páginas ya no tibias del secuestro de los papeleros. Se trataba de cantidades módicas y ello hacía que al rencor tipográfico se sumara el desprecio, pero H estaba más que acostumbrado a soportar el desdén de los beocios. Sin desistir de su faceta levantisca, iba redirigiendo su activismo a la milicia de Floreal, el mes intermedio de la primavera revolucionaria, encarnado en las representaciones del Calendario republicano por una encantadora muchacha que aparecía trenzando una corona. Demasiado exuberante, a juicio de H, que sentía crecer en su interior la insana predilección por las flores mustias.

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