Cuchillo sin filo

Francisco Correal

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Santo Oficio

Por la memoria histórica, debería renegar de mi padre por cómplice del franquismo y de mi madre por no repudiarlo

El otro día soñé con mi padre. Iba cogido de su mano por alguna de esas playas del norte que tanto le gustaban, de La Coruña, Gijón o Santander, donde fue de luna de miel con mi madre. Nunca nos habló de la Guerra Civil. No me cuesta ningún trabajo imaginármelo entonces: el 18 de julio del 36 mi padre tenía los mismos diez años y medio que ahora roza mi hijo Paco, el nieto que nació dos días antes de que se muriera su abuelo. Igual me llevó al sueño la lectura de la última novela de Javier Cercas, El monarca de las sombras. Alejandro Cercas, el primo diputado del novelista, le dice que ellos son de una generación de gente de izquierdas que procedían de familias de derechas. Incluido el protagonista de su novela, Manuel Mena, tío de la madre del novelista, muerto a la edad de 19 años en septiembre de 1938 en el frente de Lérida. Un tío de mi madre, el hermano pequeño de mi abuela Carmen, también tendría esa edad cuando lo mataron en la guerra. Todos tenemos un Manuel Mena en nuestra familia.

Mi padre cumplió 11 años el último día del 36. Ese día nacía la que sería mi suegra, Pilar Romero, y se moría Unamuno, harto de esa eterna disputa entre "los hunos y los hotros", Atilas de uno y otro bando. En virtud de esa ley de memoria histórica sectaria y amnésica, yo debería renegar de mi padre por representar a la generación que ayudó a reconstruir un país diezmado por el enfrentamiento entre hermanos. Debería renegar también de mi madre por no repudiar a un marido que la convirtió en rehén del patriarcado (pobrecita, rodeada de seis hombres, su marido y los cinco varones de reglamento); y qué decir de los años que fui socio de un equipo que llevaba el nombre de Calvo Sotelo, el político de derechas cuyo asesinato fue detonante de la guerra, muerte que describe magistralmente Muñoz Molina en su novela La noche de los tiempos. Apellidos que rotulaban una empresa que era símbolo del desarrollismo con el que el régimen quería salir de la autarquía.

Esta ley de memoria histórica es un nuevo Santo Oficio que quiere procesar al pasado, exumar los restos de los cómplices sociológicos del franquismo, que son generacionalmente los padres de quienes pretender presidir ese tribunal que hace una lectura atravesada de Proust y confunde el tiempo perdido con perder el tiempo.

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