la tribuna

Alberto Priego

Siria, ¿primavera o terciopelo?

SIRIA, al igual que Taiwán o Corea, es uno de esos puntos del planeta donde la Guerra Fría no ha terminado. Una zona donde las grandes potencias se siguen enfrentado, aunque, eso sí, sin pegar un solo tiro. Las últimas votaciones del Consejo de Seguridad nos muestran que el eje Moscú-Pekín-Teherán sigue enfrentado a Londres-Washington-París. Por ello, no nos encontramos tanto ante una nueva primavera árabe como ante otra Revolución de Terciopelo.

Existe un principio universal que nos muestra que los regímenes no democráticos están abocados, más tarde o más temprano, a caer. Lo vimos en Europa del Sur en los 70, en América Latina en los 80 y en la mal llamada Europa del Este a finales de dicha década. Actualmente vivimos una época de cambios en el mundo árabe-musulmán, cambios que no implican necesariamente una democratización aunque sí una transición. Así, nos encontramos casos tan distintos como Túnez, Egipto o Libia. Sin embargo, ninguno se asemeja al caso de Siria, ya que si bien en todos los mencionados anteriormente los dictadores se aferraron al poder desechando la liberalización, ninguno optó de forma tan clara por incrementar la represión de forma indiscriminada. ¿Qué ha llevado a Damasco a adoptar medidas tan duras contra su propia población? ¿Cuál es la mano que mece la cuna en Siria?, y sobre todo ¿quién protege a Al Asad? La respuesta es sencilla: el eje Moscú-Pekín-Teherán.

En primer lugar, hay que tener en cuenta que Siria, bastión del inmovilismo árabe, es a todas luces una pieza clave en el Oriente Medio de la Guerra y Posguerra Fría. La Madre, como es conocida entre los libaneses, ha sido el principal obstáculo para lograr una paz regional con los israelíes. De hecho, Siria es el único Estado árabe con quien Tel-Aviv no ha alcanzado ningún acuerdo significativo poniendo siempre como excusa los Altos del Golán. Por ello, Siria es al mismo tiempo uno de los principales apoyos del régimen de los Ayatolás y un gran aliado de Hezbollá. De hecho, la caída del Al Asad colocaría al régimen de Teherán en una situación similar a la URSS tras la caída de sus satélites en 1989.

En segundo lugar está China, que mantiene unas excelentes relaciones con Siria desde que a finales de los 60 Mustafá Tlass estableciera una alianza estratégica. Hoy China es un importante agente comercial con casi 4 billones de dólares (2011), un destacado socio militar -sobre todo en materia de misiles- y, lo que es más, un aliado político-diplomático básico. Por ello Pekín no ve con buenos ojos ni las primaveras árabes ni las intervenciones en Iraq y Afganistán. Esta es la razón por la cual el probable futuro líder chino Xi-Jinping ha querido mandar un mensaje a Obama -vía Consejo de Seguridad- justo antes de su visita a Washington.

En tercer lugar está Moscú, principal aliado de Damasco. La relación se basa en unos cimientos establecidos en los años 70 y huelga decir que Siria es uno de esos regímenes de corte socialista -como Cuba, Vietnam o Venezuela- por los que la Rusia de Putin tiene un cariño especial. Lo mismo ocurría con la Libia de Gadafi, aunque en ese caso el descuidado Medvedev no protegió lo suficiente al aliado y amigo del futuro presidente de Rusia. Para que esto no vuelva a ocurrir, Putin parece haber tomado las riendas y está decidido a evitar otra intervención, aunque para ello tenga que enfrentarse a la EEUU, a la UE o al mismísimo Ban Ki Moon.

Más allá de la jugosa relación militar Damasco-Moscú, escenificada en la visita de Lavrov, Siria es la última salida al cálido Mar Mediterráneo de la gélida Rusia. La base que Moscú mantiene en Tartús parece estar más cerca que nunca de su cierre. Además, con un Oriente Medio sin Gadafi, sin Sadam y con un Ahamadineyah cada vez cercado, Rusia parece perder, poco a poco, su presencia en la región.

A esto se suma el temido efecto contagio de las primaveras árabes, ya que Putin todavía no ha puesto orden en su propia casa. Las elecciones del pasado 4 de diciembre han generado una corriente de protestas que no se congelan ni con las gélidas temperaturas del invierno ruso.

La votación de hace unos días en el Consejo de Seguridad señala que lo que hace unos años parecía desencuentro entre Rusia y Occidente hoy es una Guerra Fría en toda regla. Da igual que sea una segunda o bien la continuación de aquella inacabada en 1991. De nada han valido los esfuerzos de los presidentes Clinton, Bush y Obama por normalizar las relaciones con Rusia. Al final siempre vuelven al mismo punto: una crisis regional -ya se llame Kosovo, Iraq, Georgia o Siria- aparentemente lejana hace visible un conflicto enquistado. Por ello Siria es más otra Primavera de Praga que una Primavera Árabe.

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