PARA empezar, la esperanza ha salvado este artículo. De no ser por la nueva encíclica de Benedicto XVI, Spes Salvi, yo me habría ocupado hoy de asuntos terribles, como el atentado de ETA contra los dos jóvenes guardias civiles o los innumerables abortos de las clínicas de Barcelona. Habríamos acabado con el corazón cabizbajo.

Y no es que vaya a desentenderme de esos asuntos, que jamás. El Papa no nos invita sólo a poner los ojos en el cielo, sino también a hincar bien los pies en la tierra. La esperanza cristiana ha movilizado a millones de personas a lo largo de la historia para ocuparse más y mejor de sus prójimos. Eso lo ve cualquiera que mire a su alrededor sin prejuicios. Ante los males del mundo, la esperanza no es un calmante, ni valium ascético ni placebo de prozac. De hecho, es quizá la más poderosa fuente de energía de la humanidad. Cuantos la han intentado sofocar o desnaturalizar se han encontrado con la vigorosa resistencia de los mártires. De calmante, pues, nada de nada.

El lector laico estará tentado a pensar que la encíclica no va con él, y a pasar página del periódico. El Papa no hace lo propio, y a lo largo de Spes Salvi entabla un diálogo a tumba abierta con pensadores de todas las escuelas, desde Platón y san Agustín, por supuesto, hasta Karl Marx, Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, pasando, entre otros, por Francis Bacon. Teniendo en cuenta que hablamos de un valor universal, nada más sensato que contrastar las muy diversas concepciones de la esperanza, y sopesar sus logros y fracasos. Yo, que procuro no perderme los libros de los mejores pensadores ateos, le recomendaría a ese lector laico este digamos ensayo de uno de los más claros pensadores cristianos. Por contrastar.

Nuestra esperanza, que ha aportado mucho al mundo, está orientada hacia la vida eterna. Qué brillante y asequible resulta la argumentación de la encíclica en este punto. A mi formación jurista y a mi devoción por Dante le emociona la fuerza probatoria de la vida eterna que el Papa concede a la necesidad de una completa realización de la justicia.

Sin resurrección ni Juicio Final, el sacrificio de tantos inocentes quedaría impune, y ellos sin recompensa. Hay que luchar por la justicia aquí, pero no desesperar cuando la veamos tan débil y manipulada, tan en manos indignas. En última instancia -nos dice la fe- una Justicia sin fisuras, que es Amor, se impondrá tal y como aspiran todas las personas de buena voluntad. Por eso, ante los atentados o ante los abortos masivos de Barcelona, por encima de nuestra necesaria indignación civil, brilla imperturbable una segura esperanza.

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