SOY consciente de que al escribir un artículo como éste se corre el riesgo de parecer un cateto de libro. Por eso, y aunque este tipo de circunstancias me preocupan cada vez menos, comenzaré afirmando que me gusta mucho Picasso, en serio. No sólo por su obra sino por todo lo que artísticamente se ha movido y se mueve a su alrededor. Mantengo intactos en mi sesera los impactos registrados al ver el Guernica por primera vez en el Museo Reina Sofía en Madrid y Las señoritas de Aviñón en el Moma de Nueva York. Pero eso es una cosa y otra el plan Picasso recién anunciado por Griñán: dos años, a partir de 2010, durante los que prácticamente todas las instituciones culturales de la ciudad van a estar consagradas al genio, con exposiciones y actividades que lo relacionan con casi cualquier asunto vinculado a la civilización occidental, desde el turismo hasta la empresa.

A ver. A estas alturas nadie duda que la marca Picasso (impulsada hace dos décadas con la muestra que acogió el Episcopal Picasso clásico, acontecimiento que conmemora el programa) ha resultado muy beneficiosa para Málaga, a nivel cultural y turístico. La creación del Museo Picasso hace seis años confirmó y asentó esa marca. Pero ya va siendo hora de que debajo de la misma ocurra algo, es decir, que se le dote de contenido. Picasso, insisto, ha traído muchas cosas buenas (entre otras, sobre todo en los últimos años, las vanguardias del siglo XX, que en su mayor parte habían pasado por aquí inadvertidas), pero no deja de resultar lastimoso que mientras todo el mundo anda a la gresca últimamente la Junta, el Ayuntamiento y la Diputación se hayan puesto de acuerdo para organizar muchas exposiciones sobre Picasso, cuando la ciudad pide a gritos un plan estratégico de la cultura que sirva de lanzadera a sus creadores, cansados de tener que emigrar para prosperar. No es demagogia. En cuanto a cultura, aquí no pasa nada. Y ya va haciendo falta.