Con la tragedia de Port Said, el miércoles reviví imágenes de mi infancia, de las matanzas de Heysel o de Hillsborough. Un campo de fútbol convertido en un cementerio, justo lo contrario de lo que debe ser. En el Mundial del 78 en Argentina, se torturaba a 500 metros de donde la albiceleste levantaba la Copa del Mundo. Leía hace un tiempo un reportaje que catalogaba a los nuevos estadios como las catedrales del siglo XXI, tanto por la belleza de las construcciones (alguna de dudoso gusto) como por el estrato cuasi religioso al que se eleva el fútbol en estos días.

Esa imagen de modernidad que desprenden las solemnes construcciones es la cúspide deslumbra, cautiva. Pisar el césped de un gran estadio, oler la hierba y mirar arriba es una sensación única. Abajo de la pirámide la perspectiva es radicalmente diferente. Si dan una vuelta por un modesto campo cualquiera un fin de semana como éste verán broncas, discusiones, algunas pelea, comportamientos indignos.

La tragedia golpea a veces de forma irracional. El fútbol se emplea como pelota anti estrés, como escupidero de frustraciones personales volcadas en un césped, vociferadas desde una grada.

Tragedias como las de Egipto sobrecogen. Solía decir Fabio Capello que de España le gustaba ver cómo iban familias completas al estadio. En Italia no ocurría por la violencia que se generaba. Ahí sigue el Calcio con los estadios semivacíos.

La visita del Sevilla a Málaga, y viceversa, causó no pocas veces destrozos, generó sangre y una imagen indigna proyectada hacia dentro y fuera. El domingo pasado en La Rosaleda no se registraron altercados. Sólo algunos cánticos fuera de lugar por las dos partes. Y uno mira a Egipto y todavía piensa que hay alguien peor.

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