En las ciudades existen rincones mágicos que conservan un encanto misterioso y también existen lugares malditos donde fracasa cualquier iniciativa que pretenda rescatarlos. En Málaga existen esos espacios condenados a la paralización y a la polémica; los Baños de Carmen, el Museo de las Gemas, los rascacielos de Repsol... Son solo un muestrario del desatino y la polémica. Pero entre todos ellos destaca, en la zona más simbólica y atractiva de la ciudad, las ruinas de lo que en su día fue el conjunto de cines Astoria-Victoria. Este espacio pasará a la historia como la antología del desacierto y la torpeza municipal. Nadie entendió bien aquel precipitado rescate del edificio para no saber muy bien qué hacer con él. La crisis y la falta de criterio han ido acumulando retrasos, debates y lamentos. Pero lo peor es que en estos rincones malditos lo que mal empieza mal acaba.

La desesperación municipal por enderezar el entuerto causado por ellos mismos nos llevó a un concurso de ideas, con propuesta de usos, bocetos arquitectónicos y viabilidad económica. Es decir un complicado puzzle, a caballo entre el negocio y arquitectura, entre la cultura y los bares de tapas. Un concurso cargado de ambigüedades y contradicciones que lo que expresaba era la desesperación del Ayuntamiento por poner fin a la pesadilla en la que voluntaria e innecesariamente se había metido.

Y en ese barrizal vino a comparecer el malagueño contemporáneo más universal y admirado, derroche de malagueñismo y buenas intenciones. Pero Antonio Banderas debía saber, o al menos alguien debería haberle explicado, que pretendía actuar en un espacio conflictivo y polémico sobre el que se habían vertido ya muchas opiniones. Y que, como otras muchas, esta ciudad no es nada dócil, que ama el debate y la polémica y que le gusta opinar, criticar y proponer. Parece así evidente que la propuesta en un espacio público que costó demasiado dinero a los malagueños, en un sitio emblemático no iba a ser una actuación pacífica. Nuestro famoso actor debería saber que la unanimidad no es un fenómeno frecuente y hay que tener la humildad y el aguante suficiente para sufrir las críticas por injustas que puedan parecer y templar los ánimos cuando su propuesta por acertada y generosa que sea, es objeto de análisis, protestas y controversia. Es el signo de los tiempos; nunca llueve a gusto de todos y los ciudadanos se han creído con el derecho de manifestar su parecer ante un proyecto tan importante. La unanimidad ya no existe y es bueno que así sea.

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