No había más remedio el pasado jueves, ante la marea que llenó las calles, que acudir al calificativo histórico para explicar lo que estaba pasando. Y sí, no se recordaba una movilización así en Málaga desde, al menos, el No a la guerra. Un servidor se quedó trabajando en la redacción, como correspondía, mientras compañeras, amigas y cómplices me iban narrando vía wasap los acontecimientos y, al mismo tiempo, su entusiasmo. Me daban cuenta de las emociones, de la impresión de punto de inflexión, de antes y después, de que nada volverá a ser lo mismo, de que el Gobierno ya no podrá mirar para otro lado. Y, desde luego, la posibilidad de formar parte de un movimiento capaz de transformar la historia es altamente tentadora. La manifestación del 8 de marzo entrañó una reivindicación sonora, festiva, múltiple, rigurosa en sus justas exigencias y humana como un abrazo que abarcara la ciudad desde el corazón hasta sus extremos: un cambio de rumbo con las mujeres al volante en el que cabemos todos. La convocatoria sirvió para muchas cosas, pero tal vez su mayor logro fue la preclara definición de lo que es el feminismo frente a quienes pretenden desvirtuar su sentido: no hablamos de una revuelta contra los hombres, ni de la consideración de éstos como enemigos, ni de una relectura rancia e interesada de la historia y la cultura, ni mucho menos de un sistema orquestado para dejar fuera al discrepante; hablamos de una defensa de la igualdad cimentada en la visibilidad de las mujeres, de su trabajo y su aportación a la sociedad, para la consecución de un mundo mejor. Insisto: ya no vale pintar el feminismo como aquel aquelarre de brujas, ni como aquel contubernio castrador de feminazis (término que, esperemos, haya quedado al fin sepultado para siempre), ni como ese rictus de funeral para el reparto de carnets que acreditan a las buenas mujeres y los buenos varones. El feminismo es, muy al contrario, un clamor para que nadie se quede fuera en un contexto que nos señala a todos, y especialmente a todas, como prescindibles. La calle fue la evidencia.

Ayer mismo, sin embargo, me sorprendió escuchar en algunas tertulias radiofónicas a encendidos expertos que se aferraban a cualquier argumento para desacreditar las movilizaciones: que si algunas periodistas que habían acudido a cubrirlas se habían incorporado entre las manifestantes, que si habían increpado a tal portavoz político, que si algunos lemas coreados reclamaban una mayor intervención del Estado (lo que cierto sector liberal interpreta de inmediato como un ataque a las libertades individuales), que si se pidió la igualdad de esta manera y no de aquella y otros muchos arbolitos puestos con la intención de que no se viera el bosque, lo que no dejaba de resultar ridículo ante la magnitud de la concentración. Y tal vez sí que corramos un riesgo: asumir que tenemos la utopía a mano entraña a menudo la convicción de que ya la habitamos en plenitud. Cabe, pues, recelar de las utopías y atender a medidas legales concretas y su estricta aplicación. Y que ardan los tertulianos, si quieren.

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