El Valle de los Caídos

Como cree Muñoz Molina, el mejor destino posible para el oprobio es convertirse en santuario civil del recuerdo

Mi primer recuerdo del Valle de los Caídos (y el último, pues nunca he ido, ni intención tengo…) se remonta a un lejano fin de semana de mi niñez en Madrid cuando, desde la ventanilla del coche, veíamos asombrados la alta cruz a lo lejos jugando como al escondite entre la nubes grises de la Sierra de Guadarrama. Desde la distancia temporal, física y hasta ideológica, las imágenes que se publican estos días del conjunto me siguen suscitando ese aire fantasmal de la cruz suspendida en el cielo, el valle lóbrego, y abajo la inmensa mole con grandes ángeles y orgullosos escudos tallados en la piedra con la severidad de los históricos memoriales.

El Valle de los Caídos era, sigue siendo, el recuerdo más fiel, en el fondo y en la forma, de la época franquista. Mandado a construir mediante decreto de literatura fascista (por cierto, no mucho peor en su prosa exagerada que la que destilan muchas publicaciones de ahora…) no se terminó de levantar hasta finales de los cincuenta, y desde entonces es punto de encuentro no sólo para fachas repeinados y nostálgicos del régimen. Y desde la venida de la democracia, también, punto de mira para diversos colectivos de izquierda a los que parece que el fantasma de Franco se les apareciere de cuando en cuando, y allí van ellos de carril a darle vidilla.

La última la pasada semana, cuando el Parlamento con la abstención del PP y de ERC, ha aprobado una proposición no de ley que demanda del Gobierno la conversión del monumento en un auténtico homenaje a la reconciliación entre españoles (sic) y la exhumación de los huesos del dictador, que nuevamente ha revivido saleroso en los mensajes de móvil de la derechona. No se sabe qué tiene más desgana, si la petición amparada en la cansina memoria histórica o la previsible no respuesta de Rajoy (casi mejor Franco que la corrupción, pensará el gallego).

He recordado estos días, al hilo de la polémica, un artículo publicado hace unos años por Antonio Muñoz Molina, nada sospechoso en su ideología, que sin embargo guarda una visión distinta a la de estos nuevos promotores. El mejor destino posible para el oprobio, decía, es convertirse en santuario civil del recuerdo. Esta es, creo, la respuesta más inteligente desde la izquierda, y que cada cual vaya a visitar el monumento cuando quiera. Y después ya habrá tiempo para hablar de reconciliación, de historia y de democracia.

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