ANTHONY Burgess quiso penetrar en el engranaje que incitó a cuatro soldados norteamericanos a golpear y a violar a su mujer hasta producirle un aborto en Londres en 1944 y escribió La naranja mecánica. Los motivos que conducen a uno o varios desaprensivos a destrozar una escultura en plena calle deben ser mucho menos graves, y desde luego incomparables en cualquier interpretación ética, pero su origen me resulta indescifrable en igual grado. Etólogos como Konrad Lorenz y antropólogos como Marvin Harris han demostrado ampliamente que la agresión forma parte de la más profunda caverna de la naturaleza humana, como elemento filogenético que se activa a partir de conexiones todavía, en buena parte, desconocidas. Pero lo que iguala al crimen y al vandalismo es el desprecio: el primero desprecia la vida humana, y el segundo sus manifestaciones. Aquí se aproximan peligrosamente. Lo peor de ver la escultura de Picasso en la Plaza de la Merced mutilada es la confirmación de que alguien, impunemente, ha decidido que esa obra no sirve, no merece la pena, y ha actuado en consecuencia, a la manera del tirano, colgándose la medalla. Quizá hay una sensación peor, que es la de la costumbre: basta que la calle, que es de todos, luzca un nuevo ornamento para que el comentario general sea "a ver lo que dura". Recuerden la severa vigilancia a la que fue sometido El pensador de Rodin en la calle Larios, y aun así los mismos desgraciados intentaron la hazaña en varias ocasiones. Incluso organizaron apuestas por internet. Milagro: los descerebrados, como ciertos simios, son unos hachas en esto de las nuevas tecnologías.

Pero la pregunta sigue siendo por qué. Qué clase de vacío reina en determinadas cabezas, qué oscuro fondo hueco sólo es capaz de proferir un eructo o una carcajada cuando piensa en romper una escultura. Su prosperidad, y ésta es posible, será nuestra desgracia.

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