Por montera

Mariló Montero

Ver para creer

EL miedo que sentía por la intervención a la que se iba a someter lo superaba pensando en que a su salida del quirófano volvería a ver. A Jesús lo prepararon meticulosamente para la operación. Una hora antes, en la habitación, le habían dado un relajante para que soportara tranquilo la situación a pesar de que la anestesia fuera local. Hizo un gran esfuerzo mental para evadirse de los inquietantes comentarios de los doctores durante su intervención. Así se encontraba Jesús, tumbado en la camilla del quirófano con una fría sábana verde cubriendo su desnudo.

A sus 58 años y con las minusvalías físicas que padecía, le resultaba muy incómoda la postura sobre la camilla de operaciones. Pero la ilusión podía con todo. Su ceguera no le permitía ver el horizonte que imponía el techo de la sala, ni tampoco los focos que señalaban el camino de la luz hacia sus ojos. Jesús no podía ver la sala de operaciones, ni al cirujano que le iba a intervenir, como tampoco a las enfermeras que lo asistían. Tan sólo se podía orientar por las voces de la enfermera que le inyectó la vía intravenosa o la de otro enfermero que le impuso en los ojos las gotas anestésicas. Jesús se aplicó a abrirlos porque sabía que después de ese mal trago se haría la luz. En poco más de una hora, pensó ilusionado, su vida volvería a parecerse a lo que había sido ocho meses atrás: normal.

Jesús sufrió en embate de la vida que le cegó casi por completo. Al menos algo de visión le quedó en un ojo ahogado por una catarata que quería quitar para volver a buscar la intensidad de los ojos a su mujer, Aurora, que le esperaba, temerosa, al otro lado de puerta del quirófano. El desinfectante determinaba el inicio de la intervención. Jesús no veía el reloj, pero sí sentía que el tiempo pasaba sin que nada pasara por sus ojos. Todos los doctores y enfermeros iban y venían. Pasada la hora de esperar en esas condiciones, Jesús se atrevió a preguntarle al doctor si todo iba bien. Éste le quiso tranquilizar, aunque sin mucho éxito. La angustia le comía en la sala de operaciones y el oxígeno que cubría su boca empezaba ya a asfixiarle.

En ese estado, Jesús, un hombre de 58 años, con minusvalías de movilidad, ciego de un ojo, con cataratas en el otro, desnudo sobre una cama de quirófano, la intravenosa clavada en el brazo, la anestesia en los ojos, amarillos por el desinfectante y con la máscara de oxígeno amarrada en la cara, se le pidió que abandonara el quirófano. Jesús no entendía nada. No le habían intervenido, no habían solucionado su problema y debía abandonar el quirófano por su propio pie. Como un crucificado, Jesús cruzó la puerta tras la que le esperaba su esposa Aurora, en quien encontró la respuesta a semejante situación: "Debemos una factura a Sanitas de 166,44 euros. Y la aseguradora no ha autorizado la intervención hasta que la paguemos". Así se escribe la historia en la que hay que ver para creer.

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